La pregunta por la cohesión social
Algunas reflexiones personales a propósito del "octubre largo", los problemas de fondo en Chile y las potencialidades integradoras de la propuesta constitucional
Hace algunos días, escuché a un amigo cercano —cuya opinión suelo ponderar bastante— decir que la propuesta constitucional debía ser valorada, en primer término, por su capacidad de responder al malestar y caos expresado en la crisis política y social de octubre. En ese sentido, dijo, no cabría otra opción que aprobar, ya que —con todos sus defectos— la nueva Constitución ofrece una base democrática a partir de la cual construir legitimidad. No sería perfecta, pero canaliza por la vía institucional aquellas protestas y ahuyenta el fantasma de la anomia total.
Lo pensé por un momento. Mis intuiciones no están tan lejos de una línea de pensamiento como esa; después de todo, fue el anhelo por enrielar el desasosiego lo que motivó mi respaldo irrestricto a la idea de un cambio constitucional en aquellos calurosos días de noviembre, en los que incluso —en un episodio hoy convenientemente borrado de la memoria colectiva— los sectores más radicalizados del “movimiento” renegaban de cualquier tipo de salida institucional y criticaban arteramente los albores del mismo proceso que terminaron por capturar. Sin embargo, hay algo que no me terminaba de cuadrar en un argumento de aquella naturaleza. Algo más profundo, que se oculta bajo los diagnósticos apresurados de la contingencia y remite al origen de la cuestión misma del proceso: ¿Qué es, en definitiva, aquello que estalló en octubre y que pretendemos resolver —o comenzar a resolver— con una nueva Constitución? ¿Cuál es el problema tan profundo de la sociedad chilena que se expresó con tal nivel de grandilocuencia? ¿Qué queremos con todo esto, por qué han corrido ríos de tinta y tormentas de declaraciones incendiarias, para qué nos estamos tomando estas enormes molestias?
Mi convicción personal es que la crisis de octubre es, ante todo, una crisis moral, de sentido y de integración social. El grito destemplado y anómico de una sociedad que perdió la capacidad de vertebrarse a sí misma, de articularse, de tener una vida colectiva vibrante y organizada, que permitiese manejar y canalizar las expresiones de malestar antes que sufrir su implosión radical; la “antifragilidad” de Nassim Nicholas Taleb.1 Se trata de una forma social inoculada primariamente por la dictadura, que destruyó conscientemente a sindicatos, partidos políticos y otras instituciones de la sociedad civil que hasta entonces habían estado encargadas de organizar simbólicamente la experiencia colectiva, apostando todas las fichas en la expansión del consumo y la mercantilización de todo lo imaginable. Pero también es una semilla que se dejó crecer durante los años de la Concertación, cuyo proyecto tecnocrático —exitoso en sus propios parámetros— no consideraba la incorporación de tales organizaciones en sus estructuras internas de decisión, quitándoles importancia. Una a una fueron cayendo todas las instancias de articulación y consenso social otrora capaces de otorgar sentido a la vida colectiva: partidos políticos, sindicatos, organizaciones territoriales, clubes deportivos e incluso la Iglesia Católica, que se desmoronó con estrépito en uno de los procesos de secularización más acelerados que haya conocido jamás el mundo en contextos democráticos. Eventualmente, incluso la selección chilena de fútbol dejó de ganar. No quedó nada.
El descampado quedó entonces protagonizado por individuos atomizados, molestos e ingratos cuyo denominador común era el sentimiento de no deberle nada a nadie, mientras que la sociedad —según percibían— a ellos les debía todo. Por supuesto que en Chile hay deudas urgentes y grupos injustamente marginalizados. Pero ninguna sociedad puede funcionar sin un sentido de pertenencia común, sin el razonable grado de ascetismo que implica la responsabilidad mutua con los pares. Eso es la cohesión social, la pregunta central.
Generalmente, la cohesión social se piensa como resultado de otras cosas. Por ejemplo: va a haber cohesión cuando haya desarrollo y bienestar, o cuando mejoremos la distribución del ingreso y las condiciones de equidad, o cuando exista una democracia consolidada. Y es cierto, los países desarrollados, que tienen mayor bienestar social y que son más equitativos, efectivamente son más cohesivos. Pero pocas veces se piensa que esas cosas —el bienestar, la equidad social y la democracia— dependen de que haya cohesión. No son el resultado, sino que la cohesión es necesaria para producir más bienestar y desarrollo. Un país donde todos desconfían de todos, bloquea muchas de sus oportunidades de desarrollo. Un país donde no hay solidaridad de los que tienen con los que no tienen, no mejora nunca su distribución del ingreso, porque la gente no está dispuesta a hacer un esfuerzo por los demás. Un país donde la gente no confía en sus instituciones políticas, no tiene una democracia sana. Nuestro diagnóstico es que buena parte de los problemas que tenemos para escalar nuestro nivel de desarrollo arrancan de que hemos perdido mucha cohesión social.2
Sin mecanismos para procesar el descontento en una escala manejable, sin instancias de participación colectiva que permitiesen cultivar un sentido de responsabilidad cívica compartida, sin confianza institucional ni interpersonal, era virtualmente un milagro que la sociedad chilena no hubiese experimentado algún tipo de colapso estrepitoso. Algo así diagnosticaron los politólogos uruguayos Luna y Altman hace más de una década: Chile era el extraño caso de un país claramente desarraigado y socialmente desintegrado que mantenía estabilidad política.3 Ya no más.
Los diferentes sectores de la sociedad se quedaron sin una simbología común a la cual reivindicar, como sí la habían tenido los bandos de 1973, por ejemplo. Salvador Allende murió “defendiendo la Constitución” mientras los golpistas invocaban la misma Constitución —de 1925— para derrocarlo. La religión católica era invocada simultáneamente para justificar las atrocidades del régimen militar y para luchar contra ellas. El atentado contra Pinochet se justificaba como un acto de liberación nacional, la organización paramilitar que lo perpetraba se autodenominaba “patriótica” y en sus apologías públicas, como la de Clodomiro Almeyda, se hacía referencia al pensamiento de Santo Tomás de Aquino sobre el tiranicidio. La chilenidad mestiza, la historia del país eran cuestiones en disputa precisamente porque en ellas se observaba un potencial cohesivo incalculable.
Nada de eso existe ya, pues el relato hegemónico ha desechado todo el tiempo pretérito como una mascarada de opresiones: nada que valga la pena reivindicar. ¿Qué sentido tiene vivir juntos, intentar resolver nuestras diferencias, cuando ni siquiera nos identificamos como parte de lo mismo? ¿Cómo podremos construir algo tan básico como mecanismos solidarios de seguridad social si nadie le debe nada al país? ¿Qué haremos si incluso los hijos e hijas de la burguesía, educados en las instituciones más prestigiosas del continente, conjeturan —con el apoyo de la intelligentsia norteamericana, siempre perspicaz en buscar nuevas formas de someter a los pueblos que se ubican en su periferia— cada año nuevas identidades oprimidas para eludir su deuda con la sociedad, colocándose a sí mismos como acreedores?
Algunos creímos, y quizás ingenuamente seguimos creyendo, que una nueva Constitución podría contribuir en la restitución de la pertenencia común, otorgando algo así como un destino simbólico compartido. Evidentemente, tal como un mapa no es un territorio, un símbolo no puede recomponer por arte de magia las asociaciones intermedias y vínculos sociales fuertes demolidos desde 1973. Pero sí puede proveer un piso mínimo, tan elemental como indispensable: reconocernos como parte de lo mismo, mirarnos a los ojos y saber que esto lo construimos juntos, y que en ese ejercicio obviamente debemos desprendernos de nuestras demandas individuales e incluso de nuestra propia vida.
Imagínense la frustración de alguien cuya inquietud principal es la falta de cohesión social al leer las primeras páginas de la propuesta de nueva Constitución y advertir que los convencionales no son capaces siquiera de definir qué es Chile. Cuál es el conjunto simbólico, el sujeto colectivo al cual corresponde el andamiaje institucional que buscan diseñar y legitimar. ¿Somos un pueblo? No sabemos, ya que la propuesta habla indistintamente de “el pueblo de Chile” (artículo 2) o “los pueblos de Chile” (página 165), como si la distinción fuese trivial para una sociedad que busca recomponer su convivencia. Se dice que la soberanía reside en el pueblo de Chile, pero si hay muchos pueblos, ¿hay en quienes no reside soberanía, o que no forman parte de Chile? El escalofriante artículo 34 afirma que los integrantes de los pueblos indígenas, “en virtud de su libre determinación” pueden decidir no participar “en la vida política, económica, social y cultural” del país. Si a ello sumamos que los criterios para formar parte o no de un pueblo indígena son absurdamente laxos, la conclusión obvia es que el país de la propuesta constitucional no considera obligaciones mutuas como parte de la vida común. Los “pueblos de Chile” participan en la vida colectiva solamente “si así lo desean”, según la propuesta. La ridiculez alcanza el paroxismo cuando se considera como pueblos indígenas, con idénticos derechos y prebendas, a “otros que puedan ser reconocidos [en el futuro]” (art. 5). Se establece un incentivo demencial hacia la diferenciación. Terminaremos desenterrando pueblos cuya existencia histórica es debatida incluso dentro de la arqueología, como los changos, en virtud de los beneficios legales que podría importar su reconocimiento para un grupo determinado de personas que tengan el desparpajo suficiente para reivindicar una identidad semejante. A la vez, el criterio para incluir o no pueblos en esa lista es también completamente arbitrario, como lo demuestra la silenciada polémica en torno al estatus del pueblo huilliche, que para efectos de la propuesta constitucional está subsumido dentro de los mapuche.
Si claramente no somos un pueblo, sino muchos pueblos arbitrariamente delimitados y en tensión permanenente, es claro para los convencionales que Chile tampoco es una nación. Según el mismo artículo 2, existe “el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones”, pero inmediatamente después, en la misma página (art. 5), se reconoce “la coexistencia de diversos pueblos y naciones en el marco de la unidad del Estado”. La confusión es ya risible cuando el artículo 13 hace referencia a los “emblemas nacionales de Chile”, reconociendo en un segundo inciso “los símbolos y emblemas de los pueblos y naciones indígenas”. ¿Hay algo así como una nación chilena, de la cual las naciones indígenas forman parte consustancial? Todo indica que no, ya que ellas pueden optar a no participar en la medida en que lo deseen. En ese sentido, la Constitución de Bolivia —en toda su gloria plurinacional e indigenista— resulta nítida:
Artículo 3. La nación boliviana está conformada por la totalidad de las bolivianas y los bolivianos, las naciones y pueblos indígena originario campesinos, y las comunidades interculturales y afrobolivianas que en conjunto constituyen el pueblo boliviano.4
No hay duda alguna respecto a quién conforma el pueblo boliviano y la nación boliviana. En cambio, el pueblo chileno y la nación chilena no existen como tales para la nueva Constitución, y en caso de hacerlo, lo hacen “en un plano de igualdad” tal como el Sistema Nacional de Justicia con los sistemas de justicia indígenas (art. 309). Recordemos, nuevamente, que la pertenencia a uno u otro pueblo o nación está mediada en último término por la mera autoidentificación, un concepto vertido por la propia propuesta constitucional en su artículo 162.
Sin Nación ni Pueblo que nos reuna, lo único que queda es el Estado. Esto parece tener más sentido. Los distintos pueblos y naciones indígenas, que no están delimitados objetivamente en forma alguna, flotan en el mapa geográfico junto a una multitud de mónadas desarraigadas, a quienes se les ofrece una pertenencia colectiva débil e inherentemente contradictoria. Se enfatiza “la unidad del Estado” (art. 5), una unidad que, desde luego, es puramente formal ya que quien lo desee podrá optar a no participar de cualquiera de sus instancias. Al final, esa cosa llamada Chile es un conjunto de leyes y reglas, nada más —de las cuales podemos opt out de acuerdo a cómo nos identifiquemos, además—. No tiene historia, ni contenido, ni sentido sustantivo alguno. Javier Couso lo identificó positivamente así con el pesimismo habermasiano,5 una interpretación que obviamente debemos cuestionar quienes creemos que en la crisis de octubre hay algo más que solamente leyes injustas.
En este punto debe hacerse una precisión. El presente alegato no es en favor de una idea nacionalista homogeneizante, como podría legítimamente creer un progresista. Soy un convencido de la antigua idea conservadora según la cual una Nación debe ser “comunidad de comunidades”, donde cada espacio pueda desarrollar sus bienes internos en el marco de la expresión libre de su sociabilidad natural. No tengo problema alguno con la existencia de diferentes culturas, incluso diferentes sujetos colectivos con grados elevados de autonomía política relativa. Si se le ofrece a las personas un “pegamento” —Couso dixit— local en vez de nacional, esto podría ser incluso más conveniente para mejorar la cohesión social ya que, como sabemos, es más fácil desarrollar lealtad respecto a realidades que conocemos que a ideaciones abstractas. El problema es que la propuesta constitucional tampoco hace eso. Reconoce la existencia de distintos modos de vida en Chile y les provee de autonomía, pero no los delimita. Autonomía sin delimitación es, por supuesto, una locura. Cualquiera podrá definirse como indígena en la medida en que ello pueda reportarle una ventaja comparativa frente a su vecino —por ejemplo, para tener un cupo asegurado en el Consejo Municipal, ya que, como me hizo notar otro amigo, el artículo 162 define en su primer inciso que los escaños reservados serán extensivos para todos “los órganos colegiados de representación popular a nivel nacional, regional y comunal”—, y la propuesta de Constitución alienta fuertemente una conducta semejante. Como si se tratara de Nueva Zelanda o Canadá, donde los pueblos preexistentes fueron aislados, exterminados y llevados a reducciones; y no de Chile, cuyo histórico mestizaje permanente y deliberado lleva a que, muy probablemente, los habitantes de una comuna periférica en la zona centro-sur —como mis abuelos— sean genéticamente indistinguibles de Elisa Loncón.6
Ese es el problema central de la propuesta constitucional para cualquiera que, como quien escribe, ponga en el centro de su preocupación política la pregunta por la cohesión social: el incentivo abierto y desmedido a la utilización instrumental de la identidad. Flaco favor se les hace a los pueblos indígenas al volver su historia y su cultura extensivos a cualquiera que desee identificarse con ellos. Lo peor es que, como me hizo notar una amiga feminista radical hace algún tiempo, este problema no es único de los pueblos indígenas sino que recorre la propuesta completa de nueva Constitución. Se prometen y garantizan estándares altísimos de participación institucional para las mujeres, sin dejar claro si el régimen de identificación descansará en el sexo o en el género. Podría ocurrir que, si el criterio para ser considerada mujer es el de la identidad asumida, la paridad “sin techo” sea de hecho letra muerta. Algo similar ocurre con la diversidad sexual: ¿Quién llevará algo así como un registro de “disidencias y diversidades”? Con la vertiginosa proliferación de nuevos géneros e identidades sexuales en los últimos años —que no descansan en nada más que la autopercepción—, ¿podría ser que todos terminasen perteneciendo a su propia identidad, exigiendo acción afirmativa por parte del Estado? Esta propuesta consagra y celebra la posibilidad de arribar a una distopía social horrorosa.
Creo útil expresarlo bajo la siguiente fórmula. No tengo problemas —de hecho, estoy de acuerdo— con la acción afirmativa, la autonomía y beneficios amplios para grupos minoritarios en la medida en que los criterios de identificación sean estrictos e incontrovertibles. Geográficos, por ejemplo. No tengo problemas con tener criterios de identificación laxos en la medida en que los beneficios asociados sean limitados. El problema de la propuesta constitucional es que garantiza simultáneamente beneficios amplios y criterios laxos. Esa es una fórmula infalible para la descomposición social.
Luego de leer detenidamente el borrador y la propuesta, queda prístinamente claro que se trata de un texto riquísimo en el reconocimiento de múltiples grupos discretos y arbitrariamente definidos, muchos de los cuales resultarán exóticos para el chileno promedio —como las personas de “género diverso”, que deberán tener representación asegurada “en todos los espacios públicos y privados”, según el artículo 6—, pero extremadamente pobre en elementos de integración. Entonces volvemos a la pregunta inicial. ¿Qué falló en octubre de 2019? ¿Era que no había un reconocimiento a la suficiente cantidad de grupos, que cada vez son más y nos llevan a un horizonte de total atomización e inconmensurabilidad respecto de nuestros pares? ¿O era que no nos sentíamos parte de lo mismo, no confiábamos en el otro, no conocíamos a nuestros vecinos, no teníamos espacios de convivencia fraterna al margen del libre mercado y el interés egoísta? Esta Constitución no integra ni pretende integrar a nadie, como reconoce Couso. Ni siquiera avanza de manera demasiado decidida en resolver las inequidades económicas, como sí lo hace desmedidamente en otras áreas. En cambio, lo que hace es dotar de armas de fuego a los individuos en su combate contra la sociedad bajo la guisa de empoderar “comunidades” y “grupos” que no son tales, ya que no se les establecen límites mínimamente comprobables.
Otro tanto corresponde al sistema político. Quienes me conozcan o estén familiarizados con mis opiniones sabrán que siempre —incluso antes de la elección de convencionales— consideré que lo más importante de una nueva Constitución sería corregir las disfuncionalidades actuales en esa materia, que nos arrastraron al desgobierno en la crisis de octubre. Después de todo, es lo que distingue a buena parte de los procesos constituyentes en la historia universal y lo que ha suscitado que algunos de ellos fracasen, como es el caso de Francia en 1946. Pues bien, el resultado es abismal: no sólo se mantuvo el presidencialismo, propio de las democracias inestables y personalistas, sino que la versión final del documento se discutió en un encuentro privado del cual no existen actas. Un fiasco total y absoluto. Escuchar a gente como Rosa Catrileo —que no tuvo empacho en acabar con el Senado, el Poder Judicial y la unidad del Estado-Nación— argumentar que el presidencialismo se mantiene porque “la gente está acostumbrada a eso” no puede ser interpretado de otra forma que como una burla. Pero incluso el déficit de integración propiciado por el disfuncional presidencialismo —una relación en la cual profundizo en otro texto de este blog— podría haber sido reparado por una propuesta integrativa en demás aspectos, y haberme llevado a aprobar. No es el caso.
Peor aún. Para quienes tenemos preocupaciones tan profundas respecto de la propuesta, cuestiones que atraviesan la columna vertebral de aquello que se está proponiendo, la opción de “aprobar para reformar” es una quimera. El sesgo atomista y la instrumentalización de la identidad recorre todo el texto; es parte constitutiva de él, al igual que el presidencialismo como forma de gobierno, los Sistemas de Justicia —con todos sus problemas excelentemente detallados por académicos como Eduardo Aldunate7— y la plurinacionalidad bajo los términos explicitados en él. Nada de eso podrá ser reformado en lo sustantivo. No tendría sentido. Se requeriría una nueva carta. Distinto es el caso de otras disposiciones de la propuesta, más manifiestamente estúpidas, como la impertinente eliminación del Estado de Emergencia o el desopilante artículo 116, que sí pueden ser fácilmente reformadas y creo que lo serán de inmediato. Del mismo modo cuestiones como la educación sexual (art. 40), el aborto libre (art. 61) y la eutanasia (art. 68), sendas “pasadas de máquina” de la Convención en temas delicados respecto a los cuales no existe consenso social, podrían ser eventualmente derogadas. Pero para quienes estamos en tan profundo desacuerdo con cuestiones basales y transversales del texto, no hay alternativa.
Podría seguir escribiendo por muchos días respecto al texto constitucional, el proceso, la campaña y sus vericuetos. No creo que tenga demasiado sentido, al menos por el momento. Sigo pensando respecto de la observación de mi amigo del primer párrafo, en cuya opinión tanto respeto he depositado: esta propuesta constitucional debe ser aprobada en la medida en que responde a la crisis orgánica experimentada por la sociedad chilena en 2019. La pregunta fundamental para mí —por supuesto, quienes lean esto pueden tener otras—, en ese sentido, es por la cohesión social y las posibilidades que tenga el texto, tanto en su dimensión simbólica como en su dimensión práctica, de avanzar en ella. Y la respuesta, desgraciadamente, no es, no puede, no ha conseguido ser afirmativa.
Es suficientemente obvio que el proceso fue capturado por activistas e ideólogos nada representativos del mundo popular, y que la propuesta que se ofrece en septiembre es esencialmente un principio de acuerdo programático entre la izquierda y la extrema izquierda, con participación secundaria incluso de la centroizquierda. Pero además de eso, contiene en sí misma disposiciones que profundizan el proceso de desintegración social en Chile por medio del incentivo a la instrumentalización de la identidad. Pone en el centro reivindicaciones mal definidas, sin ser capaz siquiera de definir cuál es esa común unidad en la que los chilenos confluimos y deja todas las áreas de la vida institucional manchadas de un lenguaje atomista. Demuele las esperanzas de construir un destino compartido, que no es un vacío anhelo de construir una “casa de todos” con lápiz y papel —lo cual siempre fue quimérico— sino de incorporar disposiciones que hiciesen posible comenzar a reconstruir los vínculos sociales dañados. Hay algunas —negociación por rama, la mejor—, pero se pierden en el mar de la indeterminación identitaria como eje central de la propuesta en los términos antes señalados.
Con el dolor de mi alma, más allá de las adscripciones políticas y de que la mayor parte de mis círculos votarán por la opción afirmativa en septiembre, en lo personal no podría ser capaz de aprobar un texto como este. Así le respondo a mi amigo. Seguiré debatiendo, leyendo y escuchando argumentos, y espero que estas líneas contribuyan en algo a transparentar una más de las perspectivas que existen en el debate público. Si existen réplicas, estaré más que encantado de iniciar un intercambio de ideas por este u otro medio. Pero me temo que la decisión más importante, la del voto en la urna, en mi caso ya está tomada. La pregunta por la cohesión social sigue abierta, el país sigue esperando y —viendo el tono que ha adquirido la campaña electoral— no nos queda mucho más, al menos a quienes tenemos fe, que rezar para que Chile pueda salir de este tránsito histórico en buenas condiciones, sin fracturarse aún más de lo que ya lo ha hecho.
Taleb, N. (2013). Antifrágil: las cosas que se benefician del desorden. Paidós.
Hirane, J. (19 de junio de 2022). Eduardo Valenzuela: “Pocas veces nos preguntamos por la relevancia social de lo que hacemos”. Pontificia Universidad Católica de Chile. Recuperado de https://www.uc.cl/noticias/eduardo-valenzuela-pocas-veces-nos-preguntamos-por-la-relevancia-social-de-lo-que-hacemos/
Luna, J., & Altman, D. (2011). Uprooted but Stable: Chilean Parties and the Concept of Party System Institutionalization. Latin American Politics and Society, 53(2), 1-28. doi:10.1111/j.1548-2456.2011.00115.x
Biblioteca del Congreso Nacional de Chile (s/f). Constitución de Bolivia. Comparador de Constituciones. Recuperado de https://www.bcn.cl/procesoconstituyente/comparadordeconstituciones/constitucion/bol
Valenzuela, Á. (13 de mayo de 2022). Javier Couso, constitucionalista: “A mí nunca me convenció esto de la casa de todos”. El Mercurio Online. Recuperado de https://www.emol.com/noticias/Nacional/2022/05/13/1060802/cronica-constitucional-entrevista.html
Karle, C. (2022). Entrevista: Pedro Morandé contra las fantasías. Crisálida, 1(1), 52-67. Recuperado de https://issuu.com/consejeria_superioruc/docs/cris_lida_n_1/1
Cabello, N. (24 de junio de 2022). Abogado Eduardo Aldunate Lizana: “En justicia, en vez de avanzar al desarrollo, volvemos al siglo XVII”. El Mercurio Online. Recuperado de https://www.emol.com/noticias/Nacional/2022/06/24/1064941/aldunate-lizana-justicia-volvemos-sigloxvii.html