Todos somos linzianos
Un politólogo español de Yale, un representante del socialcristianismo chileno y un sistema que se cae a pedazos. Retazos para una conversación sobre comunidad, funcionalidad y el régimen político.
Chile vive en el mundo de Juan José Linz. Como bien sabemos —y no es necesario repetir una vez más aquello que se ha descrito hasta el hartazgo en este último año y medio— hay algo en nuestro país que se quebró definitivamente en el mes de octubre de 2019. Resulta más o menos lógico que el análisis se haya centrado en las movilizaciones sociales y las puertas que abrieron hacia el futuro: la más importante y palpable de todas, el proceso constituyente. Después de todo, tener a varios millones de personas en las calles no es para menos. Pareciera ser que la mayoría de nosotros entendió, en aquella oportunidad, que los dos años restantes del gobierno en funciones serían irrelevantes, una menesterosa obligación para cumplir antes de comenzar a recorrer un sendero nuevo y luminoso. La exasperante ineptitud del oficialismo para manejar políticamente la crisis social —y luego, la crisis sanitaria y económica— contribuyó a ensombrecer un hecho inédito en la historia reciente del país: un gobierno sin posibilidades de congregar una mayoría en el Congreso para aprobar proyectos importantes, a la vez que se ubica en un contexto de polarización y quiebre social. No hace falta recordar cuándo fue la última vez que el país se vio enfrentado a un escenario semejante.
Uno de mis más hondos convencimientos respecto al estallido social es que la derecha supo que estaba políticamente derrotada cuando la Democracia Cristiana se sumó al resto de la oposición para exigir una asamblea constituyente. Pocos recuerdan que antes del 18 de octubre, el gobierno impulsaba —con el apoyo velado de sectores democratacristianos— una agresiva agenda de contrarreforma tributaria que constituía un obsceno regalo a los grandes grupos económicos, proyecto cuya indignidad y estulticia resulta tan vergonzosa que nadie se ha molestado en desenterrar. En el “nuevo Chile”, nada de eso era posible. A Piñera sólo le quedaba por hacer lo que mejor sabe: administrar —y aún así lo hizo mal—. No tenía la capacidad real de gobernar, sea porque el desorden callejero había desatado una crisis de gobernabilidad a nivel del orden público, sea porque los equilibrios parlamentarios no le iban a permitir nada más. El tan bullado “parlamentarismo de facto” responde a esa constatación: un presidente bajo el modelo actual no puede hacer nada relevante sin mayorías parlamentarias que, al menos, le permitan iniciar una negociación. El Congreso, por su parte, tampoco podía hacer demasiado. Era muy evidente que tarde o temprano se buscarían subterfugios al límite de lo constitucional para recobrar el sentido agonístico de la actividad legislativa. Chile quedó condenado a vivir dos años completos en el bloqueo político absoluto; lo cual, si se suma a la tensión social ambiente, era una receta para el desastre.
No por nada en La Moneda se hablaba de “San Covid”, de acuerdo con trascendidos de prensa. Pese al inconmensurable gesto de entregar prácticamente en bandeja la Constitución del dictador —quebrando el último y más importante de los “cerrojos”1 legados por el orden transicional—, la movilización había cobrado vida propia y no parecía encontrar horizonte alguno para su extinción, en razón además de su idiosincrática carencia de orientaciones comunes palpables e inorganicidad. La decisión de Piñera, que implicó abrir un proceso constituyente como vía de canalización institucional del malestar ciudadano y la violencia callejera asociada, fue aceptada bajo la premisa tácita de que el contrafactual implicaba una interrupción forzosa, probablemente también violenta, del orden constitucional instituido —no por los manifestantes, por supuesto, sino por aquellos que detentan fácticamente el monopolio de la violencia: las Fuerzas Armadas—, lo cual abría un futuro incluso más incierto del que promete una instancia inédita como la Convención Constitucional. En cualquier caso, Chile era de facto ingobernable y no lo iba a ser hasta 2022, en el mejor de los casos. Se asumió como un hecho de la causa y nos limitamos a observar cómo la máxima autoridad del país se sumía en la más absoluta irrelevancia, por momentos desesperante —véase los bullados retiros de pensiones— y por otros, tragicómica y decadente. Una genial columna de Carlos Peña retrataba de cuerpo entero, a mediados del año pasado, el estado actual de la institución presidencial.
Para el político, el objeto del deseo es el poder, la capacidad de modelar la vida ajena desde la propia voluntad y desde las propias ideas (cuando las tiene). Justo lo que hoy el Presidente ni quiere, ni puede. En su caso, ejercer el poder y conferir predominio a la propia voluntad ya no es posible, y entonces las energías destinadas a lograrlo se contentan ahora con ese sustituto imperfecto, y brevemente lastimoso, de los discursos a la hora del almuerzo. Hablando sobre cosas no controversiales, cosas que no suscitan adhesión, pero tampoco rechazo y le proveen la experiencia fantasiosa, puramente escénica, de que está gobernando. ¿No es equivalente a eso —a una fantasía compensatoria— la escena del Presidente flanqueado por futbolistas, explicando la importancia del deporte mientras allá afuera los problemas de veras, Celestino Córdova entre ellos, ardían? ¿No hay algo de soledad y de abandono (el poder abandonando a quien hasta ahora no supo usarlo) en esas escenas a la hora del almuerzo con el Presidente hablando de turismo, redes 5G, la carretera de Ñuble y cosas así importantes, sin duda, pero propias de un ministro? ¿No se observa una resignada derrota en un Presidente que, sin otra cosa que decir, sin al parecer nada que decir en tanto Presidente, acaba suplantando a sus ministros e hilando discursos a la hora del almuerzo?2
Más allá de los determinantes estructurales del malestar, que hunden sus raíces muy profundo en la conciencia del pueblo chileno, no parece haber mayor debate en torno al rol catalizador de la obcecación de Piñera para convertir un gobierno políticamente inestable en una revuelta social sin ton ni son. Empero, sería también ingenuo convertir al presidente actual en un cordero sacrificial y pasar por alto los incentivos y la arquitectura institucional a la que responde. De ello se trata también, por si hace falta recordarlo, la necesidad mentada de una nueva carta magna.
El presidencialismo y sus sepultureros
Linz, quien difícilmente podría ser calificado como partidario de la fluidez institucional o las transformaciones estructurales en un sentido progresista —son conocidos sus vínculos con el régimen franquista—, dedicó buena parte de su actividad politológica a argumentar en contra de la pertinencia de un modelo político como el que actualmente impera en países como el nuestro. Sus textos cobran, para el caso chileno, una dimensión casi profética. En ellos, describe al presidencialismo como un régimen de organización política que posee dos características decisivas: la concentración del poder simbólico y ejecutivo en una sola persona, y la existencia de períodos fijos de ejercicio del cargo.3 Ya el primer rasgo presenta una dificultad fundamental: en una república moderna, la autoridad del presidente nunca es absoluta. No solamente se encuentra constreñido por el poder judicial y la propia Constitución, sino también por un órgano anexo que cuenta igualmente con la marca de la legitimidad popular a través del voto universal: el Congreso. Por ende, el carácter “casi plebiscitario” del proceso democrático que unge al presidente encuentra de manera simultánea un potencial antídoto. Esto no es problemático cuando, sea porque el presidente es capaz de traspasar su respaldo popular a una coalición —o viceversa, como en el caso de la Concertación temprana—, sea porque el ambiente político permite la formación de consensos importantes al margen de la conflictividad tradicional de las democracias en el tercer mundo, el presidente es capaz de manejar hasta cierto punto los equilibrios del Congreso, navegando entre pesos y contrapesos sin perder la iniciativa política que refrenda su autoridad simbólica. Sin embargo, ninguna de las dos condiciones pueden darse por entendidas: fue la particularidad histórica del período 1990-2010 en Chile lo que permitió el grado de neutralización suficiente para evitar una colisión frontal entre ambos poderes del estado.4 Cuando la figura presidencial pierde la capacidad mínima para construir mayorías legislativas, como le ocurrió a Piñera tras el giro copernicano de la DC, queda esencialmente desprovisto del correlato material de su autoridad simbólica.
[E]n un sistema presidencial, los legisladores —especialmente cuando representan a partidos disciplinados y cohesionados que ofrecen claras alternativas ideológicas y políticas— pueden también reclamar legitimidad democrática. Este derecho resulta más obvio cuando una mayoría del legislativo representa una opción política opuesta a la del presidente. Bajo tales circunstancias, ¿quién tiene más derecho para hablar en nombre del pueblo: el presidente o la mayoría parlamentaria que se opone a sus políticas? Dado que el poder de ambos se deriva del voto popular, en competencia libre entre políticas bien definidas, siempre es posible que se produzca un conflicto, y a veces éste puede erupcionar dramáticamente. No existe principio democrático sobre la base del cual pueda resolverse el conflicto, y es posible que los mecanismos que la Constitución podría proporcionar resulten demasiado complicados y áridamente legalistas para tener gran valor a la vista del electorado.5
Esto cobra aún más relevancia cuando la opinión pública parece volcarse en favor de uno de los poderes en disputa —o al menos, alinearse frente a un enemigo común—, como sucedió en octubre de 2019. Los puentes de resolución del conflicto, más con un oficialismo aún aferrado a la sólida mayoría que obtuvo en el ballotage de la elección presidencial, estaban de facto cortados. El principio democrático al cual Linz hace referencia, y que subyace a todo arreglo institucional centrado en la figura del presidente, es la legitimidad dual. Es decir, la ciudadanía vota directamente por ambos poderes, de forma independiente, apostando a que los mecanismos preestablecidos en la institucionalidad den lugar a una colaboración mínima entre ambos. Esto, nuevamente, resulta posible durante lo que Gramsci denominase “guerra de posiciones”, pero deviene en quimera al emerger una crisis de régimen capaz de dar lugar a una “guerra de movimientos”.6 La disputa llega al corazón mismo de la institucionalidad, que se vuelve incapaz de ofrecer una respuesta articulada ante la irrupción de las masas, cuya primera demanda usualmente es muy simple: cambiar el gobierno. Allí entra el carácter profético de los textos de Linz, cuyas intuiciones parecen encajar casi perfectamente con el derrotero de la institucionalidad chilena en los últimos dos años.
Aún cuando la polarización se haya intensificado al punto de la violencia y la ilegalidad, un titular intransigente puede permanecer en el cargo. Cuando estén listos los incómodos mecanismos para desalojarlo en favor de un sucesor más confiable y conciliador, puede ser demasiado tarde. El impeachment es un proceso demasiado incierto y consume mucho tiempo, especialmente cuando se lo compara con el simple voto parlamentario de no confianza. Un presidente empeñado en la pelea puede usar sus poderes de tal manera que sus oponentes puedan no querer esperar hasta el final de su período para expulsarlo, pero no hay modos constitucionales –salvo impeachment o renuncia bajo presión– para reemplazarlo. Además, incluso para esos métodos completamente legales existen otros riesgos: los partidarios del titular pueden sentirse engañados por sus detractores y unirse al primero, exacerbando de esta manera la crisis. Es difícil imaginar cómo podría ser resuelto el asunto exclusivamente por los líderes políticos, sin recurrir o amenazar con recurrir al pueblo o a instituciones no democráticas como los juzgados, o –en el peor de los casos– a los militares. Los intensos antagonismos que subyacen a tales crisis no pueden permanecer siquiera parcialmente encubiertos en los corredores y vestíbulos de la legislatura. Lo que en un sistema parlamentario sería una crisis de gobierno, en un sistema presidencial puede convertirse en una crisis del régimen en su conjunto.7
La “válvula de escape” de los sistemas no presidencialistas —la moción de censura— permite remover a un gobierno políticamente inviable, que no tiene mayorías legislativas cómodas ni el ambiente favorable en la opinión pública para construirlas. Los sistemas presidencialistas no cuentan con un mecanismo equivalente inserto en la caja de herramientas, por lo que deben recurrir a soluciones de término medio —gabinete de unidad nacional— o a alternativas “fuera de la caja”: el frustrado plebiscito de Salvador Allende en 1973 o, por caso, el proceso constituyente actualmente en marcha. No hace falta mencionar el riesgo de tener que recurrir a artificios semejantes.
Tal como Marx afirmaba que la clase trabajadora sería la sepulturera del capitalismo —no su asesina, ya que este caería por sus propias contradicciones—, no es Piñera quien ha dado de baja el presidencialismo. Este ha sido superado en sí mismo, bajo su propio peso. El “momento linziano”, aquella crisis de gobierno en la cual el presidente pierde sus atribuciones de facto y se degenera hasta terminar en crisis de régimen, no se había producido en Chile desde que la DC cortara los canales de comunicación con el gobierno de la Unidad Popular. El equilibrio del presidencialismo concertacionista fue siempre frágil, aferrado a la certidumbre de que el presidente electo contaría con una mayoría relativamente estable, y que en caso de no hacerlo, contaría con un ambiente propicio para construirla. Hoy, la cruda realidad de la contingencia ha corrido el velo sobre las miserias del presidencialismo. Y salvo que alguien encuentre la fórmula mágica para regresar nuestro país a 1994 —o restaurar de alguna forma la paz social, el arraigo ciudadano de los partidos y la capacidad de identificación de estos—, estamos obligados a considerar seriamente la posibilidad de abandonar un paradigma que no ofrece certeza alguna para la etapa histórica que comienza.
Una respuesta a Claudio Alvarado
Entre el océano de consignas e ideaciones abstractas que ha cubierto al debate público chileno con ocasión del proceso constituyente, resulta por momentos difícil fijar la mirada y distinguir aquellos debates verdaderamente sustantivos y trascendentes para el futuro de Chile; nos hemos acostumbrado a la desesperante superficialidad de los rayados de pared a ambos lados del espectro, concentrados en el catálogo de derechos y reflexiones metafísicas varias, mientras la “sala de máquinas” (para utilizar la lúcida expresión del politólogo constitucionalista Roberto Gargarella8) permanece largamente intacta, inmaculada, como si aquellos debates que abordan su estructura fuesen triviales y políticamente neutros. Tanto es así, que muchos candidatos (de coaliciones importantes, con grandes posibilidades de ser electos) no han explicitado posición alguna al respecto. Y es que, claro, en un escenario de crisis como el actual no es fácil restar importancia a las necesidades urgentes de las personas para concentrarse en una disquisición tan elevada como el cambio al régimen político y la reingeniería del sistema de partidos y la ley electoral.
Sin embargo, hay excepciones. En buena hora, ya que, como nos recuerda Gargarella, el ejercicio de todos los derechos y voluntades consagradas en la carta magna dependen estrictamente de sus condiciones materiales de funcionamiento; es decir, la forma institucional que la propia Constitución establezca para mediar el terreno entre tales demandas y su cumplimiento efectivo. Sea como fuere: aunque no sea popular ni arrastre votos, aunque sea difícil y no resulte intuitivo establecer clivajes políticos en torno al tema, y aunque ciertamente no sea la primera prioridad en un contexto de crisis civilizatoria, la polémica en torno al régimen político que se pretende consagrar no es en absoluto baladí. Raymond Aron decía que los regímenes constitucional-pluralistas (en contraposición a los hegemónicos, hoy prácticamente inexistentes en el mundo occidental) descansaban en gran medida en la arquitectura de su sistema de partidos.9 Algo similar argumentaba Giovanni Sartori, inspirador de una generación completa de politólogos centrados en desentrañar las dinámicas de la democracia multipartidista y sus iteraciones divergentes.
Por eso resultan tan importantes las intervenciones al respecto de Claudio Alvarado, director ejecutivo del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), quien se ha convertido en el principal exponente en defensa del presidencialismo chileno, flanqueado ocasionalmente por otros representantes de la “avanzada intelectual socialcristiana”10 como Mariana Canales y Pablo Valderrama, homólogo de Alvarado en IdeaPaís. Esta posición inflexible se ubica en un plano similar a las expresadas por la UDI y el Partido Republicano, mientras Evópoli y sectores de Renovación Nacional se han abierto a la posibilidad del semipresidencialismo, una alternativa con apariencia equidistante que se abordará más adelante. Curiosamente, sin embargo, la disyuntiva en torno al presidencialismo ha producido un corte relativamente transversal en el espectro político. Aleonados quizá por la experiencia reciente de los populismos de izquierda en la subregión, Revolución Democrática y otras fuerzas de izquierda no se han definido claramente en favor de reemplazar el presidencialismo como sistema; en cambio, se escudan en la difusa expresión “hiperpresidencialismo” y proponen disminuir “...la excesiva concentración de poder en el ejecutivo [sic], avanzando hacia una distribución más equilibrada entre los poderes políticos”, dejando abierta explícitamente la ventana a continuar con un régimen presidencialista.11 Solamente fuerzas de centroizquierda, como la extinta coalición Convergencia Progresista, y figuras individuales como Cristóbal Bellolio y Fernando Atria se han posicionado claramente en favor de reemplazar (no “matizar” ni “desconcentrar”) el presidencialismo.
De esta indefinición procede un raquítico debate en torno al tema, donde prima la presunta neutralidad de los argumentos con una izquierda incapaz de configurar una posición propia, en contraposición a la defensa del statu quo que propugnan —matices más o matices menos— Claudio Alvarado y las corrientes más intransigentes de la derecha chilena. El objetivo inmediato será, pues, intentar llenar ese vacío y reafirmar la urgente necesidad de reemplazar el presidencialismo, desde una posición donde liberales, conservadores, socialdemócratas y también socialistas pueden encontrar argumentos para defenderse. Como hilo conductor se presentarán los puntos expuestos por Alvarado, cuya voluntad de poner argumentos sobre la mesa en un tema tan relevante es igualmente digna de ser valorada.12 La hipótesis es, por tanto, que Alvarado confunde gravemente aspectos cruciales del funcionamiento de un sistema parlamentario realmente existente, y que su propuesta alternativa (“reformar” el presidencialismo) resulta no solamente equivocada sino peligrosa.
Merece la pena comenzar revisando las referencias que plantea Alvarado. Primero, aunque no enfatiza el argumento al nivel de algunos de sus colegas, desliza que el parlamentarismo sería contrario a la “idiosincrasia” chilena, diferente a la europea. Este argumento se conjuga directamente con otros tres, postulados habitualmente por la derecha chilena;
la experiencia posterior a la Guerra Civil de 1891 demostraría que el parlamentarismo “no funciona” en Chile, deviniendo inevitablemente en improductividad, esclerosis y desatención de las urgencias sociales. Algo similar a esto fue planteado por el senador Andrés Allamand (RN) con posterioridad a la aprobación del retiro de fondos previsionales en el Congreso Nacional.
la “cultura” chilena sería incompatible con el parlamentarismo, ya que los chilenos “necesitan” una “figura de autoridad legitimada”, amén de tener menor capacidad de mantener consensos o generar disciplinas partidarias al nivel de países desarrollados (como Dinamarca, que Alvarado cita a partir de la serie “Borgen”).
existe una “tradición constitucional” proclive al presidencialismo que no podemos desatender, argumento de los académicos Sebastián Soto y Marisol Peña.
Los tres argumentos son equívocos. Respecto a (1), el presunto “fracaso del parlamentarismo chileno”, si bien corresponde a una creencia fuertemente arraigada en el imaginario colectivo —a través del currículo obligatorio en la educación secundaria, por ejemplo—, es también objeto de grave confusión por parte de quienes persisten en su uso para el debate actual. Lo más importante es que Chile no tuvo nunca un régimen parlamentario. Lo que ocurre entre 1891 y 1925 no es sino un presidencialismo ajustado de facto para responder a vetos oligárquicos emanados desde el Congreso: el gobierno no se formaba a partir de mayorías parlamentarias y la máxima autoridad era elegida en una elección unipersonal, amén de mantener la potestad de nombrar al gabinete ministerial. Las “prácticas parlamentarias”, como las interpelaciones, eran en gran medida posibles solamente gracias a que el Congreso no era responsable de formar los gabinetes a partir de su equilibrio interno. Además, como recuerda Arturo Valenzuela, el período “parlamentario” no fue enteramente desdeñable: “[el sistema político] pudo absorber a sectores medios, y más tarde a sectores populares, dentro de un sistema partidista democrático, un logro importante y que ayuda a explicar la excepcionalidad chilena”13, mientras otros países vivían aquella transición con violencia e inestabilidad.
Los argumentos (2) y (3), en tanto, se apoyan menos en la experiencia concreta y más en la creencia abstracta en el valor de las tradiciones. Según se afirma, el hecho mismo de que Chile haya mantenido durante décadas un régimen presidencialista es necesariamente una muestra de su compatibilidad con el espíritu nacional y otorga un know-how tanto en la población como en la clase política, que se ha formado al calor de las dinámicas que este impone. Sin embargo —además de que se trata, obviamente, de una hipótesis no falsable— dado que el rol de un arreglo institucional no es ser virtuoso en sí mismo sino adaptarse a las condiciones existentes en cada territorio donde se arraiga para producir legitimidad y estabilidad política —algo con lo cual, supongo, Alvarado concuerda— resulta naif pensar que, si la crisis actual es tan profunda como se plantea y señala un cambio de época, es razonable considerar la tradición como un argumento per se favorable a determinada forma institucional. En este contexto, parece más atingente la máxima burkeana según la cual “un Estado sin los medios para efectuar cambios carece de los medios para su propia conservación”.14
Por otra parte, esgrime Alvarado, hay problemas con el arreglo institucional específico que deriva del parlamentarismo o el semipresidencialismo;
estos modelos significan “sustraer del voto democrático la elección del Jefe de Gobierno”, lo cual “incrementaría aún más la distancia entre la política y la ciudadanía”, a contrapelo de las demandas de las movilizaciones sociales recientes.
de igual forma, se otorgarían mayores prerrogativas a los partidos en el proceso político, los cuales controlarían las acciones del poder ejecutivo.
El primer argumento ya maneja una cantidad importante de supuestos, todos cuestionables. Primero, asume que no elegir directamente al jefe de gobierno es excluyente con su legitimación democrática mediante el voto; esto resultará extraño para cualquiera que siga con atención el devenir de los sistemas parlamentarios, donde cada partido presenta con antelación sus candidatos a la jefatura de gobierno y los votantes tienen la oportunidad de ponderar aquello. Los votantes de la CDU saben que al votar por aquella lista favorecerán un gobierno encabezado por Angela Merkel —o, en esta elección, por Armin Laschet—; los votantes de Podemos sabían que el triunfo de su alternativa implicaba el ascenso de Pablo Iglesias, y se movilizaban por ello; los madrileños que votaron al Partido Popular lo hicieron en consideración a la continuidad de la figura de Isabel Díaz Ayuso en el gobierno autonómico. Si la preocupación de Alvarado y otros socialcristianos es el elemento de cohesión que otorga la “presencia”, el vínculo simbólico directo con el primus inter pares, la experiencia de los personalismos en sistemas parlamentarios debería tranquilizarles al respecto. Es cierto que en muchas oportunidades el voto por uno de aquellos líderes termina ungiendo a otro —por ejemplo, los escaños de Podemos que terminaron alzando a Pedro Sánchez como jefe de gobierno en España—, pero en su gran mayoría se trata de pactos cuya posibilidad se encuentra siempre inscrita en el voto: en una campaña, todos los partidos y líderes políticos deben contestar a quién estarán dispuestos a apoyar y bajo qué términos. Es lo primero que se les pregunta, y saben que en caso de no cumplir, se arriesgan a un descalabro electoral en la siguiente elección. Segundo supuesto: una elección de esta naturaleza alejaría más a la ciudadanía de las decisiones políticas. Más allá de lo complejo del contrafactual —en los países parlamentarios, ¿está acaso la ciudadanía más alejada de la política?— ¿por qué se asume que la elección directa del jefe de gobierno encajaría mejor con los anhelos de la ciudadanía? Piñera, lo sabemos, fue electo con apenas un 25% del electorado total —incluso menos que eso lo apoyó en primera vuelta o primarias—, por lo cual su piso de legitimidad estaba desde un inicio ya muy limitado. Cualquier sistema de elección directa, por mayoría simple o absoluta, dejará a una parte importante de la población insatisfecha, a menos que el arrastre del candidato en cuestión sea verdaderamente excepcional —en cuyo caso, el sistema elegido debiese dar más o menos lo mismo—. La elección indirecta, en cambio, no realiza promesas imposibles de cumplir y especifica los criterios de antemano: todos los votos contarán y serán importantes, incluso si el candidato escogido llega en tercer lugar; la configuración de alianzas ex post se hará, con casi toda seguridad, sobre un marco de acción previamente conocido por los votantes. Tercer supuesto: las movilizaciones sociales actuales exigen una mayor cercanía con las decisiones, la cual debiese expresarse en la personalización de tales demandas. De ser así, probablemente el destino inescapable que nos depara es la emergencia de un liderazgo populista al estilo Perón, que en su vínculo personal y directo con la ciudadanía sea capaz de interpretar las aflicciones del pueblo. Empero, la escasa evidencia recolectada hasta el momento parece ir en la dirección opuesta: la “Lista del Pueblo” no triunfó por sus nombres fuertes —casi inexistentes, con la posible excepción de Giovanna Grandón— sino por la fuerza de la idea expresada en un colectivo. De otra manera no se explica la dispersión de votos entre los diferentes candidatos de sus listas: la ciudadanía votó por el lema, por la idea, por el concepto —si se quiere—, demostrando que no hace falta un liderazgo con nombre y apellido para generar identificación, movilización y legitimidad.
El segundo argumento es una suerte de corolario del primero y se vincula con otras posturas según las cuales abandonar el presidencialismo equivale a “darle todo el poder al Congreso”, para que los parlamentarios actuales “sean quienes gobiernen”, con las malas prácticas inherentes al sistema tradicional de partidos políticos. Serían los partidos políticos quienes negociarían la jefatura de gobierno, sí, pero lo harían en base a criterios por todo el mundo conocidos, además de resultados electorales inequívocos a partir de los cuales se puede armar una configuración transparente del gabinete ministerial, a diferencia de lo que ocurre en la actualidad. Por otro lado —y no me refiero con esto específicamente a Alvarado— existe una severa incomprensión de cómo funciona exactamente un sistema parlamentario o similar. No es “el Congreso” o “el Parlamento” quien gobierna. Los integrantes del poder legislativo mantienen sus funciones de manera más o menos similar a la que conocemos, con el añadido de poder levantar mociones de censura. El poder ejecutivo —i.e. el gobierno— es un órgano aparte, que, nuevamente, funciona de manera no muy diferente a lo que conocemos. La diferencia fundamental radica en que la conformación del gobierno depende de los equilibrios legislativos, por lo que el gobierno no estará nunca sujeto a una situación de bloqueo: o tiene mayoría para gobernar con un nivel razonable de prestancia, o simplemente no puede gobernar y es reemplazado. Nada de “gobiernos zombis” que pierden su legitimidad popular y legislativa antes de la mitad de su gestión y deben limitarse a la decadente puesta en escena que describe Peña, mientras la política comienza a escurrirse por los intersticios y rendijas que encuentra en la cada vez más frágil institucionalidad democrática.
Mejor democracia y verdadera comunidad
Una de las consecuencias de este debate ha sido identificar la posición comunitarista, o escéptica del liberalismo a grandes rasgos, con el presidencialismo y la personalización de la autoridad simbólica y efectiva. Aquello denota la influencia de un paradigma con raíces escatológicas, orientado hacia la cristalización de valores y principios sustantivos en figuras individuales al margen de toda consideración instrumental; esto no es necesariamente incorrecto, en la medida en que efectivamente aquella personalización se encuentre en un plano diferente al de la política terrenal. Un argumento de esta naturaleza funciona para defender un arreglo similar a la monarquía parlamentaria, como esgrimen Milbank y Pabst respecto del Reino Unido,15 pero tiene importantes problemas al trasladarlo a un contexto íntegramente republicano y democrático. La elección periódica de un líder favorece el sentido de identificación y “cercanía” en un sentido muy laxo; el ritmo de la democracia representativa en una sociedad compleja no permite otra cosa. Incluso ejemplos de identificación popular exitosa con liderazgos unipersonales, como es el caso de Perón o Chávez, generan sus propios descontentos que personas como Claudio Alvarado conocen muy bien. Por lo demás, en la medida en que el poder continúe estando fragmentado entre Congreso y Presidente —aquí volvemos a Linz—, será difícil que la ciudadanía pueda reflejarse en las decisiones importantes del país, ya que incluso “el uno” continuará estando inextricablemente limitado en sus facultades. En el mejor de los casos, se trata de un caldo de cultivo para la pérdida rápida de confianzas y la imposibilidad pasmosa de construir proyectos colectivos a mediano plazo —los líderes mueren, pierden elecciones, se ven involucrados en escándalos privados; una simbología distinta es potencialmente mucho más resiliente—; en el peor, genera los incentivos para la destrucción del orden constitucional por parte de la autoridad unipersonal en los términos ya expresados, algo que también —cabe suponer— preocupa a socialcristianos liberal-conservadores como Alvarado.
Sería aventurado de mi parte afirmar algo así como la “verdadera” posición comunitarista respecto de la pregunta por el régimen político. El propio comunitarismo es una tradición escasamente precisada y no es claro que nadie —ni siquiera quien escribe— se identifique orgullosamente con esa etiqueta, a diferencia de lo que ocurre con su adversario ideológico: el liberalismo. Sin perjuicio de lo anterior, creo que es necesario discutir sobre cuál es el sistema que, en el contexto de una sociedad compleja como la actual, presenta mayor afinidad con el despliegue de los vínculos sociales trascendentes y la cohesión social anclada en un sentido de comunidad territorial. Si el objetivo es reconstruir identidades más o menos sólidas que trasciendan la soberanía individual y se integren simbólicamente en una comunidad política más extensa, dudo mucho que el presidencialismo sea el camino. ¿Es el parlamentarismo la alternativa? Desde un punto de vista estrictamente operativo, me parece que sí. El nuevo escenario político exige que el sistema pueda soportar una mayor elasticidad en el comportamiento electoral o la opinión pública sin llegar al pánico o al ridículo que hemos experimentado crudamente este año. Desde un punto de vista antropológico, es más complejo; mi intención es solamente ofrecer algunas intuiciones respecto a la necesidad de sustentar la recomposición del tejido social en algo más robusto que una autoridad unipersonal con mandato fijo electa periódicamente de manera directa.
Jean-Luc Nancy, filósofo francés de la tradición fenomenológica —la mayoría de cuyos textos están disponibles únicamente en su idioma original, un drama permanente que rodea a la producción intelectual gala— recientemente fallecido, puede suministrar algunas ideas relevantes para la discusión. Su obra reza principalmente acerca de los problemas de representación y comunidad en el escenario moderno, en diálogo intelectual con autores como Bataille, Heidegger y Derrida. En el prefacio de la edición anglosajona de La comunidad inoperante, Nancy afirma que la comunidad se sustenta en la idea de finitud; “la infinita carencia de una identidad infinita”, donde las concepciones esencialistas corroen la trascendencia inmanente de la experiencia colectiva al ubicar aquella trascendencia en entidades fungibles.16 La comunidad, tal como la comunidad originaria, no puede correr el riesgo de convertirse en la Gemeinschaft del nacionalsocialismo alemán; sabemos, por Hannah Arendt,17 que aquel es un camino nada improbable para una sociedad atomizada y normativamente desorientada que resulta incapaz de acoger a individuos en busca de pertenencia simbólica. Así lo expresa Nancy:
La comunidad que se convierte en una sola cosa (cuerpo, mente, Patria, Líder…) necesariamente pierde el en del estar-en-común. O, en su defecto, pierde el con o el juntos que la define. Abdica de su estar-juntos en favor de un ser de comunión. La verdadera comunidad, por el contrario, reside en la retirada de un ser de aquella naturaleza. La comunidad está hecha de aquello que se retira de él: la hipóstasis de lo “común” y su trabajo. La retirada del ser abre, y mantiene abierta, la posibilidad de este extraño estar-el-uno-con-el-otro al que nos encontramos expuestos.
La comunidad, y la política democrática que descansa en su existencia —lo sabe Nancy—, debe estar anclada en la experiencia del encuentro y la exposición a otros; en la presencia del encuentro mismo, no en la personalidad de la figura que comparece. Descansa en su carácter aproblemático, diría Schütz.18 Allí reside el peligro de confiar en una figura de tintes mesiánicos, capaz de “acercar al pueblo” por sí misma y orientar las instituciones hacia tal posibilidad. Puede ocurrir de todas formas, claro; pero será —o tendrá una mejor posibilidad de ser, mejor dicho— útil y virtuoso solamente en la medida en que se trate de un proceso orgánico y no del fundamento de la institucionalidad democrática — aunque se trate de un fundamento transitorio.
La movilización política y social en el Chile de los sesenta, con grandes concentraciones y una identificación partidaria inimaginable para los estándares actuales, podría haberse desarrollado fácilmente sin presidencialismo. De hecho, como explica Jorge Larraín, es aquello lo que impide calificar a Salvador Allende como un “populista”; se trataba apenas del rostro de una acumulación simbólica que lo trascendía largamente, y él era consciente de aquello.19 Sin embargo, fue —al menos en parte— el presidencialismo quien lo llevó al cadalso, a partir del enfrentamiento ineludible entre las mayorías parlamentarias y el mandato popular del Ejecutivo, con unas coaliciones incentivadas a enardecer el ambiente.20 Ello terminó por arrastrar las pasiones vivas en el tejido social hacia la barbarie militar-oligárquica y sacrificar aquellos vínculos en el altar de la sociedad de mercado norteamericanizada. El parlamentarismo no construirá por sí solo comunidad ni legitimidad, pero facilitará la canalización de las pasiones —las “pulsiones”, diría Hugo Herrera— hacia una simbología colectiva, que necesita de la conversación para algo tan elemental como la conformación de un gobierno. Pretender que aquella identificación, y con ello las bases para una política enraizada en comunidades de sentido, pueda conseguirse a través del voto periódico por individuos y no por articulaciones simbólicas de mayor calado, es un error histórico imperdonable para la tradición escéptica del liberalismo que algunos seguimos empeñados en defender y enriquecer.
Fernando Atria, La Constitución tramposa (Santiago: LOM, 2013), 44-54.
Carlos Peña, “Un presidente a la hora de almuerzo,” El Mercurio, 23 de agosto de 2020.
Juan Linz, “Los peligros del presidencialismo,” Revista Latinoamericana de Política Comparada 7, 13 (Julio de 2013).
Aquella particularidad histórica, sobre la cual este texto no pretende ahondar, ha sido descrita en varios trabajos de reciente publicación. Léase, por ejemplo: Daniel Mansuy, Nos fuimos quedando en silencio (Santiago: IES, 2016); Alexis Guardia, La experiencia democrática chilena (Santiago: FCE, 2015); Manuel Antonio Garretón, Neoliberalismo corregido y progresismo limitado (Santiago: CLACSO, 2012).
Linz, “Los peligros del presidencialismo,” 14.
Antonio Gramsci, “Guerra de posiciones y guerra de maniobras o frontal”, en Cuadernos de la Cárcel, Tomo 3 (Buenos Aires: Ediciones Era, 1975), 157.
Linz, “Los peligros del presidencialismo,” 26.
Roberto Gargarella, La sala de máquinas de la Constitución. Dos siglos de constitucionalismo en América Latina, 1810-2010 (Barcelona: Katz, 2015).
Raymond Aron, Democracia y totalitarismo (Barcelona: Página Indómita, 2017).
Daniel Hopenhayn, “Josefina Araos, historiadora: ‘Nuestra clase política todavía define al pueblo por lo que le falta, no por lo que es’,” La Tercera, 11 de abril de 2021.
Revolución Democrática, Programa Convencionales Constituyentes. 2021. Recuperado de https://revoluciondemocratica.cl/programa-constituyente-rd/
Los argumentos referidos proceden, en su mayoría, de tres textos: “¿Parlamentarismo de asamblea?” (CNN Chile); “¿Borgen en Chile?” (La Segunda); y “La crisis y el régimen político” (El Mercurio; escrito junto a Mariana Canales).
Arturo Valenzuela, “Hacia una democracia estable: la opción parlamentaria para Chile,” Revista de Ciencia Política 7, n.° 2 (1985).
Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución en Francia (Madrid: Alianza, 2016).
John Milbank y Adrian Pabst, The Politics of Virtue. Post-Liberalism and the Human Future (Londres: Rowman & Littlefield, 2016).
Jean-Luc Nancy, The Inoperative Community (Minneapolis, MN: University of Minnesota Press, 1991), xxxviii-xxxix.
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (Madrid: Alianza, 2006).
Alfred Schütz, Escritos I. El problema de la realidad social. (Buenos Aires: Amorrortu, 2003).
Jorge Larraín, Populismo (Santiago: LOM, 2018).
Arturo Valenzuela, El quiebre de la democracia en Chile (Santiago: Ediciones UDP, 2013).