La izquierda y los monstruos
Reflexiones al paso sobre la resaca de octubre y el futuro electoral de la izquierda chilena, con ocasión de la sorpresiva primera vuelta de las elecciones presidenciales.
No hay espacio para interpretaciones alternativas. Los resultados de las elecciones presidenciales y parlamentarias son, en el mejor de los casos, una pausa en el auge acompañada de un llamado de atención para la izquierda chilena; en el peor de los casos, son un desastre que prefigura un escenario político adverso extraordinariamente difícil de revertir. Y es que anoche, como en la célebre frase de Gramsci, la izquierda debió mirar de frente a todos y cada uno de sus monstruos, que parecen esta vez no ser temporáneos ni traslaticios, sino del todo reales y concretos. Una generación completa se asomó, por vez primera y con un rictus de espanto colectivo imposible de disimular, a la posibilidad de que aquel mundo nuevo que emerge no sea luminoso y esté, de hecho, lleno de monstruos.
Las tres candidaturas de derecha, encabezadas por José Antonio Kast, Sebastián Sichel y Franco Parisi, alcanzaron en conjunto el 53,5% de los votos válidamente emitidos. Nunca antes en la historia política moderna de Chile ese sector había alcanzado semejante cifra en una primera vuelta presidencial, ni en elección legítima alguna de carácter nacional. Habría que remontarse hasta 1932, cuando la restauración liberal-conservadora de Arturo Alessandri se impuso por mayoría absoluta contra sus adversarios socialistas, comunistas, balmacedistas, ibañistas y ultramontanos. La monserga autocomplaciente repite hoy que la desopilante candidatura de Parisi no se identificaba con sector político alguno ni apelaba al votante tradicional de la derecha. Pero es un espejismo. De hecho, es aún más preocupante que Parisi haya conquistado semejante cantidad de votos con un discurso económico y cultural mucho más a la derecha que el propio Sebastián Sichel —quien, por si hace falta recordar, tampoco se ubica a sí mismo en la derecha—, movilizando a casi un millón de electores con una línea dura en inmigración y orden público, con trazas de conservadurismo valórico y un libertarianismo económico impenitente, donde cada impuesto es una estafa y el Estado es una máquina de producir ineficiencia, despilfarro y nepotismo.
No hace falta agregar que ni Sichel, ni Kast se alejan demasiado de un paradigma como ese. Y la suma de ellos tres, cada uno con su bagaje propio de retórica antiprogresista y vínculos espúreos con el poder económico, sumó casi cuatro millones de votos: más de la mitad de los votos totales, incluyendo nulos y blancos. Cuatro millones de personas a las cuales nadie le colocó una pistola en la sien para que votara como votó. Cuatro millones de personas que difícilmente comparten una extracción de clase especialmente privilegiada. Cuatro millones de personas que rechazan con su voto la enorme mayoría de cuestiones que el activismo libertario de ultraizquierda, tan presente en las universidades, en las redes sociales y en las destartaladas paredes del centro santiaguino, ha posicionado con extraordinario ímpetu durante los últimos dos años.
1
El primero de los monstruos es el signo político de la interpretación y canalización del estallido social. Desde el primer momento, parecía difícil no ver en las manifestaciones de octubre una revuelta contra el neoliberalismo: el gobierno derechista en funciones tambaleó hasta ceder en bandeja su Constitución predilecta mientras las banderas rojas, negras, colocolinas, wiphalas y mapuches —la tricolor casi desapareció luego de las primeras tres semanas— ondeaban en Plaza Italia, rebautizada al más puro estilo bolchevique. El resultado del plebiscito y la elección de constituyentes agudizó la sensación de que Chile había dado un vuelco inequívoco hacia la izquierda. Las señales en sentido contrario eran constantes, pero subrepticias: el marcado individualismo antropológico que se dejaba entrever en algunas de las consignas de moda y en el caos por los retiros de pensiones, vergonzosamente adulados por la izquierda; la fugaz popularidad de Pamela Jiles y la Lista del Pueblo, abrazados y posteriormente defenestrados por una mayoría social en cosa de meses; la creciente sensación de que algo no olía bien en la crisis migratoria, en el innegable aumento de la delincuencia y el narcotráfico, en el fortalecimiento de las guerrillas paramilitares etnonacionalistas en la Araucanía, y más recientemente, en la incierta situación económica, maquillada por un generoso IFE que tarde o temprano deberá ser retirado —y cuando ese momento llegue, que Dios se apiade de nosotros—.
Las lecciones de la historia son categóricas al respecto y no tiene mayor sentido volver nuevamente sobre ellas —ya lo ha hecho Carlos Peña, por caso—: toda revolución tiene su contrarrevolución. Especialmente cuando se enmarca en un sistema democrático. Por supuesto, en una dictadura del proletariado es mucho más fácil considerar como “costos hundidos” a quienes sufren los embates directos del caos y las externalidades negativas de la acción del pueblo movilizado. En una democracia, por el contrario, cada kiosco destruido, cada negocio familiar saqueado y obligado a cerrar, cada viaje en transporte público que se extiende por más tiempo de lo acostumbrado, se convierte en un voto más para las fuerzas de la reacción en la elección siguiente. Lo extraordinario del 18 de octubre fue que las personas parecían estar dispuestas a tolerar graves dislocaciones a su cotidianeidad bajo la promesa de un futuro esplendor; de forma extraordinaria, la quema del Metro y los primeros destrozos no hundieron la popularidad del movimiento social sino que la levantaron. Pocos grupos han contado con una línea de crédito tan amplia y flexible como los que encabezaron el movimiento de octubre: tanto así que incluso alcanzó para una Asamblea Constituyente integrada por algunos de sus referentes más estrafalarios. Esa línea de crédito, sin embargo, parece haberse agotado. Ahora el turno es de Franco Parisi, sus “bad boys” y el Partido de la Gente: la respuesta no-octubrista y antiprogresista al estallido social; la que recoge su ethos impugnador y libertario, sin la expectativa de transformaciones sociales estructurales en un sentido socialista. Y lo hace, además, con un referente cuestionado por denuncias de acoso sexual e impedido de entrar al país por onerosas deudas impagas de pensión alimenticia. Los monstruos son guionistas.
No toda la culpa es de la izquierda, por supuesto. No ha podido tener las riendas del gobierno después del estallido, algo que hubiese sido moneda corriente en cualquier otro país —véase mi argumentación en favor del parlamentarismo—, pero negar que se le ha ido de las manos es delirar. Basta comparar los resultados de mayo con los del 21 de noviembre. Son dos países diferentes. La gente podrá aceptar correr un riesgo —también con la abstención— en una elección extraordinaria, pero no si se trata de elegir al Presidente de la República. La situación, especialmente en el norte y en la Araucanía, había alcanzado ya un punto de no retorno.
2
El segundo monstruo es lo que he llamado la pikettyzación de la política chilena. En un artículo preliminar publicado a principios de año, el célebre economista Thomas Piketty —junto a Amory Gethin y Clara Martínez-Toledano— daba cuenta de una tonelada de evidencia para respaldar la tesis que había esbozado ya en algunos libros y artículos: el eje de la política democrática occidental se ha trasladado, desde una izquierda obrera y subalterna enfrentada a una derecha conservadora aristocrática, hacia una derecha populista y “mercantil” que le marca el paso a una izquierda “brahmina”, sin gran capital económico pero con un inmenso capital cultural. La correlación es impresionante y se replica en prácticamente todos los casos estudiados por los investigadores. Es, probablemente, uno de los gráficos más importantes —si no el más importante— para entender el estado actual de la política en Occidente:
Los votantes con mayor educación, que solían votar tradicionalmente por la derecha, lo hacen cada vez más por la izquierda —en términos relativos—. El clivaje educacional se ha despegado del clivaje socioeconómico: los tramos de mayor ingreso siguen votando más a la derecha; esto es, hay una correlación significativa entre formar parte de la clase alta y sufragar por partidos conservadores o de derecha —“a la derecha del centro” en la terminología del estudio—. Esto da lugar a la emergencia de “élites múltiples”: una élite económica inequívocamente derechista, y una élite cultural impenitentemente izquierdista y progresista, que configuran un multi-elite party system, diferente al antiguo donde la izquierda representaba una opción mucho más marcadamente antielitaria en términos sociodemográficos. No es todo: la evidencia también manifiesta una prevalencia del clivaje urbano-rural, así como una creciente proporción de voto hacia la izquierda en los centros urbanos. El gráfico presenta las tendencias en términos relativos, por lo que implica una mayor concentración del caudal electoral total en las grandes urbes y metrópolis, correlación que se mantiene al controlar por otras variables relevantes.
El estudio es interesantísimo y muestra otras conclusiones: la izquierda actual concentra proporcionalmente más mujeres, ateos/agnósticos e inmigrantes, así como menos trabajadores sindicalizados y personas de bajo nivel educacional. Se ha convertido recientemente en un libro, que oficialmente se publica el próximo mes pero ya ha dado mucho de qué hablar. De hecho, tal como sucede con otros trabajos de Piketty, parte importante de la base de datos se encuentra ya en el dominio público.
¿Qué tiene que ver esto con Chile, la izquierda y los monstruos? Probablemente no tengamos claridades respecto de los movimientos sociodemográficos del electorado en estos comicios, al menos hasta tener una encuesta poselectoral robusta —compañeros de Piketty utilizan los datos del CEP, al estudiar el caso chileno junto a otros de América Latina en un capítulo del libro de marras—, pero parece ser evidente que la fisonomía política que conocíamos ha volado por los aires. Chile se caracterizó por mantener por muchos años un sistema de partidos “hidropónico” —en la lúcida expresión de Juan Pablo Luna—, estable pero sin raíces en la sociedad; pese a la creciente desconexión de la ciudadanía, los patrones de votación permanecían dentro de lo predecible y no presentaban una gran variabilidad entre las diferentes regiones del país. Después de todo, Bachelet en 2013 había ganado en todas las regiones del país, logro prácticamente replicado por Piñera cuatro años más tarde; algo así sería impensable en Estados Unidos u otras democracias del mundo desarrollado, menos tomando en consideración los miles de kilómetros que separan a sureños y nortinos. El apéndice del mencionado trabajo entrega otras luces respecto a la relativa estabilidad de nuestra fisonomía política: con datos desde 1989 hasta 2017, la élite cultural es levemente más proclive que la élite económica a votar por la izquierda, aunque las tendencias en el tiempo impiden trazar una correlación enteramente precisa. El clivaje de clase está presente, con una concentración del voto concertacionista en sectores populares y aliancista en tramos de alto ingreso; curiosamente, la izquierda extraparlamentaria se muestra equidistante. De hecho, parece haber una mayor polarización socioeconómica y educacional simultánea, aunque principalmente impulsada por el ala izquierda de la Concertación —el estudio define “izquierda” como todos los partidos a la izquierda de la DC—, posiblemente vinculado al fenómeno Michelle Bachelet.
Estas dos tendencias, la homogeneidad geográfica y la paulatina restitución del clivaje socioeconómico-educacional al unísono, parecen haber sufrido un quiebre profundo este domingo. Esto es un problema, ya que la teoría del cambio implícita en la hipótesis izquierdista implicaba una clase trabajadora dispuesta a movilizarse en defensa de las transformaciones sociales, así como unas regiones rebeldes muy bien cortejadas por el énfasis en la descentralización de Gabriel Boric, Yasna Provoste y Paula Narváez. Nuestra izquierda se imaginaba a un precariado y unas regiones respaldando el proceso de cambio social que les planteaba; a cambio, se encontraron con una geografía electoral donde el clivaje socioeconómico es casi indistinguible —a excepción del Distrito 11, claro— y donde el clivaje urbano-rural y centro-periferia se ha activado… en contra de la izquierda. Algo de esta radicalización de clase media intelectual con una derecha mercantil persistentemente oligárquica se había mostrado ya en la segunda vuelta de gobernadores y en las primarias presidenciales:
Esto parece añadir credibilidad a la tesis de Pablo Ortúzar, asentada en Turchin, según la cual el estallido era una expresión temprana de la lucha entre élites que emerge con la modernización capitalista y la expansión de la educación superior; en vez de una élite que articula el panorama sociocultural y político del país, debemos acostumbrarnos a una élite múltiple como las que describe Piketty: una élite económica tradicional atrincherada en las “comunas del Rechazo”, una élite cultural brahmánica enarbolando las últimas consignas del progresismo cultural internacional con tintes marxistas, y élites locales de inclinación conservadora cada vez más insumisas ante cualquier tipo de dictado. A esto se suma un giro del voto “populista” o anti-establishment hacia la derecha, un fenómeno ampliamente estudiado en Europa que posee extraordinarias semejanzas con el resultado de Franco Parisi. Porque el abanderado del PDG superó largamente a Boric en Arica y Tarapacá, arrasó con todos en Antofagasta y lo hubiese hecho en Atacama de no mediar la “localía” de Yasna Provoste. El Norte Grande, famoso por sus revueltas obreras y su inclinación electoral izquierdista —Antofagasta fue la región con mayor voto por el “No”, con 61%; también fue una de las pocas que se mantuvo con Eduardo Frei en la derrota concertacionista de 2009— se volcó sin previo aviso a una candidatura populista de derecha con tintes libertarios, y a otra que interpreta el pinochetismo más reaccionario del ambiente político. De hecho, ni siquiera sumando los votos de Boric y Provoste se alcanza a igualar lo obtenido por Parisi en cada una de estas regiones.
Caso aparte es el de La Araucanía, otro ejemplo de rebeldía regional contra la(s) élite(s) santiaguinas. El movimiento autonomista/separatista mapuche, que en sus vertientes radicalizadas propugna un violento etnonacionalismo de sangre y suelo, debe ser el único caso en el mundo de un grupo terrorista separatista que recibe más apoyo en la metrópolis que en su propia zona de reivindicación. Los resultados son abrumadores en favor de Kast, un candidato que ha propuesto las medidas más drásticas y agresivas posibles de uso de la fuerza para restablecer el orden y la soberanía nacional en la región. Todo indica que el “Wallmapu” solamente existe en las afiebradas mentes del progresismo santiaguino y en grupos aislados dentro de la propia zona, muchos de los cuales comienzan a tejer vínculos con el tráfico de armas y el narco —como cualquier organización clandestina que pretenda sostener económicamente en el tiempo a sus miembros y sus acciones de violencia política, dicho sea de paso—. Las bizantinas discusiones sobre el despojo ancestral son sin duda relevantes y exigen un proceso de diálogo profundo, pero bien cabe atender si es la propia región la que nos grita con toda su fuerza que, en este momento, sus prioridades son indiscutiblemente otras. (En la comuna de Ercilla, epicentro del conflicto, Kast obtuvo mayoría absoluta.)
Sectores menos educados y culturalmente excluidos votando por opciones populistas de derecha en desmedro del abanderado progresista; concentración del voto de izquierda en las grandes urbes —en este caso, Valparaíso/Viña y Santiago—; y resurgimiento del clivaje urbano-rural y centro-periferia, no desde una perspectiva emancipatoria de izquierda sino más bien reactiva. Quienes hayan estudiado de cerca las dinámicas de los sistemas políticos septentrionales en las últimas décadas —Piketty, el primero de todos— intuyen perfectamente de qué se trata todo esto.
3
El tercer y último —pero no por ello menos importante— de los tres monstruos es el backlash cultural, otro fenómeno del primer mundo que se asoma peligrosamente a nuestra realidad nacional. No es un misterio que el avance progresista en temas valóricos ha sido incontrarrestable durante la última década, volteando completamente los paradigmas hasta entonces predominantes. Y tal como en el viejo continente, no parece que el respaldo popular hacia el matrimonio igualitario o la despenalización del aborto vaya a menguar demasiado pronto. El problema es otro, empero. La izquierda chilena, junto con seguir el paso de la sociedad en los temas valóricos “clásicos”, también ha radicalizado vertiginosamente sus posiciones en los llamados “clivajes socioculturales”. Léase: inmigración, terrorismo, delincuencia, política de drogas e incluso algunos aspectos puntuales de las temáticas de género. Aunque cualquier persona con formación en ciencias sociales sabe que ningún fenómeno social es monocausal, resultaría muy difícil explicar el voto nortino por Franco Parisi sin hacer mención a la crisis migratoria que se ha intensificado durante los últimos cinco años. Como ya he desarrollado en otro lugar, el tema migratorio tiene la particularidad de reunir a las élites en su desprecio y rechazo hacia las demandas populares, que claman por establecer restricciones e impedir la desintegración de sus barrios, así como la protección de sus salarios y condiciones laborales dignas ante una oligarquía que solicita sin asco la llegada de más inmigrantes para el trabajo que los chilenos no quieren realizar por la mísera remuneración que ofrece. Parisi y Kast, cuya oposición —auténtica o impostada— a la inmigración masiva bordea el conspiracionismo, barrieron con el resto de los candidatos en un bastión tradicional de la izquierda. Las señales estaban en todas partes: si un discurso auténticamente populista y anti-establishment iba a penetrar en Chile, su vía más lógica era el problema migratorio, y más específicamente el norte del país.
La gente del norte, la gente trabajadora, la misma cuyas familias dieron su voto a la Unidad Popular y a la oposición contra Pinochet, opta hoy por proyectos reaccionarios. Cualquiera que tenga una pizca de marxismo —o sentido común, que para estos efectos es lo mismo— en su sangre, deberá reconocer el doloroso impacto político del cambio en las condiciones materiales de vida producto del flujo migratorio sin control. Si esta tendencia es irreversible —como parece haberlo sido en otras latitudes— o se trata de un llamado de atención aislado, es algo que sólo el paso del tiempo podrá responder. Por lo pronto, los resultados en Colchane —sí, una comuna derechista, pero no tanto— deberán quedar como el canario en la mina de carbón.
Esta radicalización cultural es, sin lugar a dudas, la cara impopular del octubrismo. Mientras las reformas económicas contra las grandes fortunas y la provisión universal de derechos sociales gozan de amplio respaldo ciudadano, lo que las encuestas coinciden en exhibir es la profunda impopularidad de agendas como el indulto a los “presos de la revuelta” —en su mayoría saltimbanquis y delincuentes comunes, en su minoría casos dramáticos de inoperancia judicial que deben ser estudiados en su particularidad sin eslóganes maximalistas—, la disolución de Carabineros —que en una encuesta reciente superaba en popularidad a la propia Convención Constitucional— o la justificación de la violencia callejera en general. Si bien es cierto que la mayoría de las personas que se encuentran privadas de libertad tienen extracción vulnerable, también lo es que las víctimas de delitos violentos e inseguridad permanente son igualmente personas de clase trabajadora; si les preocupa más la delincuencia es porque la viven de manera cotidiana, no con algún portonazo o rayado de pared. Es un tema que la izquierda, con la posible excepción del primer gobierno de Michelle Bachelet, nunca supo realmente abordar y realizar una distinción que parece tan fácil: la clase trabajadora es objetivamente distinta de los sectores marginales en general —véase la caracterización del “lumpenproletariat” en Marx—, y el sujeto revolucionario de la izquierda ha sido siempre la primera… hasta hace apenas algunos años. Insistir en el indulto general puede estar convirtiéndose en la versión criolla del “Defund the Police” norteamericano: una consigna tan absurdamente demencial e impopular entre la gente común que se mantiene en la esfera pública meramente por la frivolidad de ciertas élites culturales hiperideologizadas, y por los intereses políticos de la derecha, que ve en tales consignas una oportunidad de oro para recuperar al público que había decidido quitarle el amén por su indigna connivencia con el gran capital.
Pero hay un problema más profundo en todo esto, que solamente cabe esbozar a manera de cierre para estas reflexiones breves al calor de los resultados. Mientras la derecha chilena ha experimentado una diversificación ideológica en los últimos años, al punto de que es posible identificar posiciones de signo contrario tanto en temas económico-sociales como cultural-valóricos, la izquierda ha devenido desesperantemente unidimensional. Los debates de fondo en el sector son principalmente tácticos, respecto al nivel de gradualidad o de transformación económica en un sentido amplio, pero los dogmas culturales no se tocan. Hace tiempo ya que la homofobia institucional y el integrismo nacionalcatólico abandonaron las huestes progresistas para no volver, y no hay en ello nada de malo. Sí es muy pernicioso que cualquier voz disidente en términos de inmigración, orden público, pueblos originarios, identidad de género y virtudes cívicas sea suprimida con violencia inusitada. ¿Cuándo fue la última vez que hubo debate intelectual en la izquierda respecto de los argumentos para cerrar o abrir las fronteras —y los hay buenos de ambos lados—? ¿O respecto de la pertinencia de la plurinacionalidad? ¿O de la importancia del matrimonio y los vínculos sustantivos entre las personas? Ello, claro, acompasado de la necesaria deliberación estratégica y las diferencias respecto del modelo económico que pretendemos construir. La izquierda parece haber renunciado a pensar y haberse amarrado a posiciones extremas en una serie de temáticas relevantes en el debate público, en varias de las cuales el sector enarbola consignas profundamente impopulares, contradictorias e insostenibles en cualquier escenario de competencia política razonable. Oxigenar la izquierda no es solamente cambiar los rostros, ni subir o bajar los decibeles al mismo discurso de siempre; es admitir el debate sobre cuestiones que hoy aparecen vetadas. Si el giro “moderado” de Boric en algunos de estos temas parece tan impostado es porque precisamente no hay nadie en su sector que defienda estas cosas. O, al menos, no tiene la plataforma para hacerlo públicamente y termina subyugado a los designios del progresismo deconstruccionista y las ONG de turno. No se trata de ofrecer espacio a la discriminación, sino de abrir el debate en todos los temas y a todas las perspectivas que compartan el horizonte de justicia económica que ha identificado siempre al pensamiento de izquierda.
Sea como fuere, el escenario permanece abierto. La Convención Constitucional aún debe finalizar su labor y sigue teniendo la opción prioritaria para esbozar un nuevo régimen político que restaure parcialmente la convivencia y estabilidad simbólica del país. Tal como las elecciones anteriores fueron un mazazo a las fuerzas de la conservación, que pretendían mantener todo igual y sin cambios, estas han demostrado que las sensibilidades populares no están tan alineadas con el “espíritu de octubre” y la izquierda realmente existente en los términos en los cuales parecía haberse instalado. Lo escrito son apenas tres reflexiones en caliente; tres hilos de los cuales tirar, tres problemas que la izquierda chilena debe confrontar urgentemente, so pena de seguir el mismo camino de sus homólogos del norte global y arrastrar —con sus vicios, granjerías y frivolidades misceláneas— a Chile hacia una regresión conservadora tan incontrarrestable como despiadada y brutal.