La posibilidad de un apoyo
El consenso solapado de las élites culturales y políticas en torno a la inmigración descontrolada es una bomba de tiempo para la golpeada cohesión social en Chile.
En una época de convulsión política generalizada como la actual, no sería difícil soslayar o minimizar la importancia de aquellos temas sobre los cuales existe un consenso extendido en la sociedad. Mientras nuestros representantes rasgan vestiduras por los grados de autonomía de los pueblos originarios, el “modelo de desarrollo” o el catálogo de derechos a consagrar en la nueva Constitución, parece razonable que no se ofrezca el mismo espacio a —por ejemplo— aquellos que desean ceder territorio a Bolivia. Es un consenso suficientemente extendido tanto en las élites como en el hoi polloi. Ergo, ponerlo sobre la mesa es una pérdida de tiempo, y en el peor de los casos podría llegar a recrudecer innecesariamente las tensiones ya existentes. Sin embargo, como bien sabemos, el orden de prioridad respecto al cual se organiza la discusión pública no procede de un fundamento racional; las élites culturales, políticas y económicas cuentan con diversos mecanismos para buscar la imposición de sus agendas, lo cual habitualmente redunda en una intensificación de la competencia intraelitaria, para usar los términos de Peter Turchin.1
La intensidad de un debate específico puede entenderse —en la mayoría de los casos— como una función de la urgencia expresada por un grupo de la élite al respecto, sin perjuicio de que tal urgencia esté fundamentada en una demanda popular real. La clave es que tales demandas posean cierta capacidad de articulación interna, tengan vocerías bien instaladas en el debate público o respondan a una necesidad verdaderamente acuciante que ya no es posible ignorar sin empujar a la sociedad hacia una ruptura irreversible que también afecte a las élites. Esta terminología, más propia de los estudios de estratificación social en países anglosajones, fue aplicada en Chile recientemente en un interesantísimo estudio del COES, que registró las opiniones acerca de temas contingentes en empresarios, políticos y referentes culturales, contrastándolas con aquellas de la población chilena en su conjunto.2
Como es esperable, las diferentes élites chilenas discrepan en toda clase de cuestiones, desde la participación del estado en la economía hasta el aborto y la política tributaria. En la mayoría de los casos, las élites son lo suficientemente distintas entre sí como para que una de ellas se acerque un poco más a la ciudadanía (Curiosamente, la élite cultural se aproxima más a ella en temas sociales-económicos; mientras que la élite económica lo hace en algunos temas culturales.) Tampoco es un misterio que aquello que el estudio define como “élite económica” y “élite cultural” tiene una coincidencia notoria con lo que habitualmente conocemos como eje izquierda-derecha. Así y todo, hay un tema contingente que parece ordenar muy disciplinadamente a las distintas élites en su rechazo a la opinión mayoritaria: es la inmigración.
Algunos podrían decir que la lámina de arriba podría estar mostrando solamente la prioridad que se le asigna al tema; no una división ideológica propiamente tal. Empero, la Encuesta Bicentenario UC —que el estudio del COES adopta como referencia— profundiza en los rasgos de aquel posicionamiento ciudadano frente al fenómeno migratorio y muestra resultados fascinantes.3 Si bien existe amplia tolerancia respecto a los inmigrantes que se perciben como “trabajadores” y que siguen los conductos regulares para anclar su residencia en el país, la evaluación general se inclina hacia el lado negativo. La mayoría de los encuestados cree que los inmigrantes limitan las posibilidades de conseguir empleo por parte de los chilenos, y que ellos no han contribuido a mejorar la economía. Más elocuente aún es la pregunta sobre el número de inmigrantes: no solamente hay una mayoría que considera excesivo el ritmo de ingresos al país, sino que tal percepción está sumamente determinada por la clase social. (Los datos del COES permiten aventurar que, incluso dentro del estrato socioeconómico alto, la élite cultural difiere aún más de la ciudadanía.)
Es demasiado evidente: el rechazo a la inmigración en Chile está, en buena medida, propulsado por quienes viven en sectores populares. La intelectualidad progresista suele desdeñar estas actitudes como un producto de falsa conciencia —concepto marxista de pésima utilización contemporánea—, donde las clases dominantes inocularían a la población de pensamientos xenófobos con el objetivo de suscitar conflictos presuntamente artificiales dentro del mismo proletariado. El problema del argumento es que en Chile prácticamente no han existido élites que instalen un discurso similar en la esfera pública, a diferencia de lo que ocurre en algunos países del mundo desarrollado. Las referencias intelectuales de ambos extremos del espectro político no admiten dos lecturas: la inmigración es, en el mejor de los casos, positiva; y en el peor, un fenómeno cuasi natural frente al cual sólo cabe ajustarse, y jamás buscar controlarlo. Las corrientes escépticas respecto a la migración, ni hablar de aquellas francamente hostiles, son minoritarias en la derecha —su influencia en el gobierno actual es escasa y puramente retórica— y absolutamente inexistentes en la izquierda. Un documento de 2012 elaborado por Libertad y Desarrollo, think tank por excelencia del chicago-gremialismo, resulta ilustrativo al respecto:
Chile tiene todo el potencial para ser una potencia en el continente, pero para ello debemos trabajar en conjunto con nuestros vecinos y no aislarnos del potencial de los migrantes de otras naciones. Si queremos mantener las tasas de crecimiento y desarrollo alcanzadas en el último tiempo, debemos tomar esta oportunidad, actualizar la legislación sobre migraciones existente y avanzar hacia fronteras abiertas, aunque con elementos que contemplen la selectividad de los inmigrantes.4
Así es, no hay error: el texto habla explícitamente de “fronteras abiertas”. Una comparación con el programa de la candidatura presidencial de Gabriel Boric —que bien puede tomarse como indicador de los lineamientos programáticos actuales del Frente Amplio y la izquierda chilena— pone de relieve las asombrosas coincidencias. Aunque el lenguaje teórico utilizado sea diferente, sus consecuencias de política pública son esencialmente indistinguibles: avanzar hacia una política de fronteras abiertas, con regulaciones presentes pero mínimas, y ensalzando las bondades del fenómeno. Uno de los párrafos más impactantes plantea la necesidad urgente de
favorecer la empleabilidad de los migrantes en igualdad de condiciones e independiente de su situación administrativa y género. Se destinarán mayores recursos para la fiscalización en sectores de actividad prioritarios y a la entrega de información para empleadores. No se perseguirá ni sancionará a trabajadores y trabajadoras extranjeros sin autorización de trabajo al día y se incentivará su regularización con mecanismos permanentes.5
Por supuesto, el resto del texto llega a rozar lo distópico, proponiendo auténticas barbaridades como la regularización inmediata y sin condiciones de todo aquel que se encuentre indocumentado en Chile; legislar para prohibir la “incitación al odio” contra personas extranjeras —vaya a saber uno qué entiende el Frente Amplio por esto—; etcétera. En la misma línea, las bancadas parlamentarias del FA y el Partido Comunista presentaron a fines del año pasado indicaciones a la Ley de Migración que incluían la eliminación del requerimiento de visas, así como de las facultades de la PDI para deportar a inmigrantes que sean sorprendidos cometiendo delitos.6 Sea como fuere, no hay dos opiniones en la izquierda política chilena: cualquier restricción al ingreso de extranjeros a Chile es arbitraria y no corresponde. Ni siquiera cuando lo hacen como en Colchane: ilegalmente, al amparo de traficantes de personas, en el contexto de una crisis sanitaria global y ocupando a la fuerza viviendas de adultos mayores en poblados fronterizos.7 Una de las pocas consecuencias de aquel dramático episodio de desidia política fue la intensificación del sentimiento negativo hacia la inmigración —mas no hacia los migrantes— por parte de la opinión pública chilena, según lo atestigua un sondeo de Criteria Research.8
La derecha ingenieril
¿Cómo opera este consenso tácito en la práctica? Algún neófito despistado podría creer que la derecha hegemónica ha modificado su posición ultraliberal respecto de la inmigración en estos últimos nueve años. En efecto, algunas declaraciones de prensa y el indigno show de los vuelos de retorno parecen apuntar en aquella dirección. Sin embargo, el diablo está en los detalles y asoma su cola con más frecuencia de lo que alcanzamos a procesar. Hace menos de un mes, en una serie de declaraciones extremadamente graves y trascendentes para el futuro del país pero apenas registradas por la discusión pública, El Mercurio publicó lo siguiente:
La ministra de Agricultura, María Emilia Undurraga, señaló que dentro de las soluciones para afrontar el problema de la escasez de trabajadores está la elaboración de una estrategia que permita la entrada de trabajadores extranjeros de forma segura. "Esa es una línea de trabajo que estamos viendo, siempre cuidando todas las medidas sanitarias para poder ver cómo permitimos el ingreso seguro, tanto para la gente que viene a trabajar como para la gente en los mismos predios en el país. Es ver la posibilidad de un apoyo de la migración que es lo que ocurre año a año", detalló.9
Brutal y descarnado. El gobierno argumenta una “escasez de trabajadores” que no existe, ya que los niveles de desocupación se dispararon tras la pandemia y no han vuelto a recuperarse; en Chile hay población suficiente para ocupar tales plazas de trabajo, aunque quizás no al nivel de salarios miserable que se ofrece hoy. He ahí el quid del asunto: la oligarquía terrateniente prefiere traer mano de obra extranjera a bajo costo, fácilmente explotable y dispuesta a trabajar por menos del mínimo, antes que aumentar los salarios para la población que ya se encuentra en el país. Incluso Daniel Matamala, quien difícilmente podría ser acusado de nacionalista xenófobo, advirtió en una columna dominical la flagrante desidia exhibida por el empresariado chileno, que no parece haber aprendido las lecciones más elementales del estallido social.10 La izquierda, presuntamente encargada de articular la defensa de los intereses materiales de la clase trabajadora en la esfera pública, no reaccionó en absoluto; de hecho —como hemos visto—, el programa de Boric es totalmente compatible con esta necesidad del capital. Esto no es nuevo, claro. Durante décadas, patronales y organizaciones gremiales han defendido a brazo partido el relajamiento de las políticas migratorias para efectos de “flexibilizar” la oferta laboral — en otras palabras, tener a disposición más cuerpos disponibles para ser brutalmente explotados. Basta una búsqueda rápida en Google para verificarlo.
Sin embargo, la “posibilidad de un apoyo” que sugiere Undurraga no se limita únicamente al terreno económico. La realidad demográfica de la derecha chilena, azotada por las hordas de jóvenes progresistas que han revolucionado la fisonomía del electorado, es sumamente precaria y lo saben perfectamente. La población votante está cambiando vertiginosamente en una dirección contraria a los intereses de la derecha económica. La solución difícil —pero probablemente más efectiva— es la de confrontar tales cambios y plantear una alternativa política que haga sentido de ellos, sin claudicar necesariamente en la defensa de aquello que el sector denomina eufemísticamente como “economía social de mercado”. La solución fácil es la del reemplazo demográfico: si no es posible o deseable modificar las preferencias del electorado, entonces habrá que modificar al electorado mismo. (El súbito respaldo de los sectores conservadores a la reposición del voto obligatorio se enmarca obviamente en esta estrategia, toda vez que ha resultado evidente la mayor movilización de los sectores identificados con la izquierda a la hora de sufragar.)
La derecha persigue, a través de la introducción desenfrenada de trabajadores extranjeros, tres grandes objetivos consistentes con los intereses de clase que defienden y la ideología paleolibertaria que encarna su propuesta política:
Permitir que el gran empresariado, particularmente en el sector agrícola, no se vea obligado a aumentar salarios o mejorar condiciones para atraer trabajadores.
Acelerar la corrosión del tejido social, por medio de la inserción forzosa de los nuevos inmigrantes en barrios populares; esta dinámica, muy presente en los últimos años, permite azuzar a la clase trabajadora y modificar las prioridades de esta, alejando la posibilidad de una transformación estructural de la economía. No se trata de alegar falsa conciencia: ante un cambio tan radical de la fisonomía del territorio en que viven, es lógico esperar que se produzca una reacción conservadora en los sectores populares respecto al tema. Y por supuesto, la derecha estará ahí para acoger —falsamente— tales plegarias, amén de un archiconocido potencial pragmático del cual carece la izquierda.
Ampliar la base de votos potencial para las candidaturas de derecha, trabajando directamente con los inmigrantes —particularmente venezolanos— para movilizar en masa a sus comunidades para votar por este sector político. Este objetivo es un secreto a voces entre las bases derechistas y fue bosquejado por La Tercera en un artículo reciente, que habla textualmente del “botín” venezolano.11
En suma, mantener el flujo acelerado de inmigración es un negocio redondo para la derecha: baja salarios para “apoyar” a sus amigos de la SOFOFA, la CPC y la SNA; “revuelve el gallinero” en sectores populares, obstaculizando la organización territorial y creando necesidades previamente inexistentes; y reequilibra en su favor un padrón electoral crecientemente cargado hacia la izquierda. Su discurso patriotero y chovinista no es otra cosa que una vil pantalla, que pretende mantener lo que queda de voto nacionalista dogmático y preparar el terreno para una profundización del discurso xenófobo, sin que ello implique modificar en sentido alguno la realidad material del flujo migratorio. Los “vuelos de retorno” son apenas una gota en el mar de la inmigración masiva, y el hecho de que se hagan con prensa y con aparatosas vestimentas de color blanco demuestran que se trata de una vergonzosa puesta en escena. El Servicio Jesuita de Apoyo a Migrantes (SJM) —en el cual sin duda trabaja gente de buenas intenciones, a quienes no cabe difamar en ningún caso— forma también parte del tinglado: su principal fuente de financiamiento directo es la propia CPC, la misma confederación de empresarios encabezada por el impertinente oligarca Juan Sutil. Negar el interés del capital financiero y la derecha económica en la defensa de las “fronteras abiertas” es insostenible.
Desde el estallido y la pandemia, con la modificación en las condiciones del mercado laboral acusadas por la SNA y el repentino viraje del electorado popular hacia posiciones de corte socializante en lo económico, los incentivos para una estrategia de este tipo en la derecha —al menos en la más inescrupulosa— no han hecho más que aumentar. Y conforme los cantos de sirena que llegan desde la izquierda continúan siendo funcionales a la inhumana estructura de explotación transnacional que favorece el capital e instrumentaliza el oficialismo para sus objetivos de ingeniería social, no parece que la situación vaya a cambiar en el corto plazo.
La izquierda autoamordazada
A primera vista, es difícil de comprender por qué la izquierda adopta una línea tan doctrinaria y evidentemente alejada de la opinión mayoritaria en un tema sensible como la inmigración. Es irrisorio suponer que abrir las puertas de par en par para que entre el que quiera —o “el que lo necesite”— será inocuo respecto del tejido social. La izquierda, que presuntamente se encarga de combatir el individualismo metodológico y analizar las problemáticas sociales de manera estructural, parece hacer abstracción de las consecuencias efectivas de la inmigración, limitándose a un análisis atomista centrado exclusivamente en un presunto “derecho” de las personas a migrar, respecto del cual los únicos que tienen deberes son la población nativa.
La realidad es que la política de fronteras abiertas, tácita o explícita en la postura de muchas organizaciones de izquierda, tiene un efecto corrosivo indesmentible en numerosas esferas de la sociedad receptora. Las sociedades humanas, al igual que los ecosistemas, tienen una capacidad de carga; no pueden soportar tantos cambios en el volumen y composición en su población, menos a la velocidad que pretenden estos grupos. Los servicios públicos, por mucho que puedan mejorarse, no son ilimitados; la cohesión social y arraigo necesarios para construir organización en las clases subalternas no puede sostenerse en un panorama sociocultural que cambia de manera tan acelerada y descontrolada; el mercado laboral se ve profundamente desequilibrado por el ya citado ingreso masivo de mano de obra barata, que le ofrece a la burguesía una formidable versión posmoderna de aquello que Marx llamara “ejército industrial de reserva”.12 Y si bien es cierto que la inmigración ha jugado un rol importante en la construcción de la nación chilena —asunto que repentinamente se vuelve relevante para aquellos que tanto reniegan de la identidad nacional—, también lo es que las circunstancias actuales son diametralmente distintas. Si no, que lo diga la gran Kathya Araujo, otra figura nada sospechosa de xenofobia:
Los procesos de inmigración hay que acompañarlos no solamente para mejorar la situación de los inmigrantes sino desde el punto de vista de las personas establecidas, cuyos hábitats se transforman. Si solo se hace una discusión respecto de los derechos humanos de los migrantes, se deja sin ver aspectos que se terminan convirtiendo en un malestar, entre otros motivos, porque no tiene ningún lugar donde discutirse. […] Lo que uno tiene que hacer es mirar de frente los problemas y tratar de resolverlos en su complejidad. Los estudios de migración que se han hechos son muy buenos, pero me parece que ha faltado entender esta dimensión: hay un costo que pagan también las personas del país, hay un trabajo que ellas tienen que hacer para acomodarse a los migrantes: que la radio esté un poco más alta, con música que no te gusta o que no estás acostumbrado a determinadas costumbres. Y entonces, cuando las personas están experimentando algo y alguien les dice que la realidad hay que verla solamente desde el lado del inmigrante, tienes un problema porque algo se va a acumulando, acumulando, acumulando. Por supuesto no se trata de dar la razón al racismo, a la xenofobia, ese no es el punto, pero hay que matizar.13
Entonces, ¿por qué cierta izquierda parece ignorar hechos tan evidentes y declamar la protección de los migrantes, sin contextualización ni matiz alguno? ¿Por qué nos cuesta tanto debatir sobre inmigración? Como bien apunta Wolfgang Streeck en un formidable artículo al respecto, las posturas actuales de los partidos y movimientos de izquierda son, cuanto menos, inconsistentes con aquellas posiciones que históricamente han definido su lugar en el espectro político.14 Un sector que ha defendido, en general, la protección de las poblaciones frente a las incertezas del libre mercado, se lanza hoy en busca de la apertura total y la desregulación —banderas históricas del consabido neoliberalismo—, en un intento por derrotar al “fascismo” y la “extrema derecha” —preocupación que, como hemos dicho, es más propia de las guerras culturales septentrionales que de la derecha chilena realmente existente, bastante más xenófila en los hechos que xenófoba—.
Por momentos, la insistencia de la izquierda en adoptar la posición más radical posible en materias de inmigración llega al paroxismo: tal como Gabriel Boric, hoy candidato presidencial y sin duda el liderazgo más valioso del sector, que recientemente ha señalado que “uno de los problemas de Chile es que hay muchos chilenos”, en apoyo a las políticas de fomento a la inmigración que han sido potenciadas al unísono por los gobiernos de Bachelet y Piñera. Revolución Democrática, a su vez, ha constituido un “Frente Migrante”, que aboga por una “perspectiva de Derechos Humanos” que, en la práctica, se reduce a permitir el ingreso y residencia de todo aquel que lo desee.15 Tampoco deja de llamar la atención la hegemonía total de los DD.HH. como conceptualización unívoca de justicia en la izquierda, dado su origen evidentemente liberal y atomista, aunque se trata de un debate que excede el propósito de este texto.
Otra cuestión sumamente curiosa, que se nutre de intuiciones preexistentes en el sector pero también bebe de la tóxica etnopolítica radical de los países desarrollados —particularmente Estados Unidos—, es la irrupción de un segmento de académicos identificados con la izquierda cuyo trabajo consiste en desacreditar las demandas sociales y calificar de “racismo” cualquier atisbo de disenso respecto del dogma ultraliberal del FA/Libertad y Desarrollo en la materia. Un desopilante artículo de reciente publicación —con autores de apellido extranjero y doctorados en Europa, por supuesto— retrata con inusitada crudeza la percepción que tienen las élites culturales de los sectores populares, todo bajo un delgadísimo barniz de objetividad científica.
Los párrafos citados son verdaderamente impresionantes en su desprecio hacia las legítimas preocupaciones y sensibilidades del mundo popular en Chile, y reflejan hasta qué punto la importación de las ideologías raciales septentrionales puede contribuir a profundizar la grieta entre los sectores populares y las élites en nuestro país.
Elena, chilena de 69 años, se muestra nostálgica del “pasado dorado” de la vida del barrio donde ha vivido más de 40 años. Su casa en el cité es la que tiene una bandera chilena flameando en el techo. Los vecinos chilenos, como ella, han construido una imagen distorsionada de lo que hoy es este lugar comparado con años anteriores. En sus narraciones señalan la llegada de los(as) migrantes al barrio como la causa principal de la degradación urbana. Las formas de habitar de los(as) migrantes se malinterpreta a través de “lentes racializados” que refuerzan los problemas de convivencia entre migrantes y chilenos. Estos lentes que siguen lógicas racistas impiden ver las complejidades que subyacen a la estructura racializada de la vivienda y el barrio.16
Aunque en Chile la “raza” nunca haya sido una preocupación delimitable —en parte porque la abrumadora mayoría de nuestra población, incluyendo a quien escribe, es irreparablemente mestiza, a diferencia de lo que ocurre en el mundo desarrollado—, injertar conceptualizaciones extranjeras sirve para desacreditar la respetuosa opinión de una mujer de edad avanzada, habitante de una población que ha sufrido una transformación sociocultural enorme sobre la cual no ha tenido voz ni voto. Así, se desliza que se trata de una persona nacionalista —mencionando el irrelevante detalle de la bandera en el techo—, calificando su perspectiva de “distorsionada” y “malinterpretada” —¡vaya neutralidad axiológica! ¡vaya integridad académica!—, amén de imputarle a doña Elena la posesión de unos lentes “racistas” que “le impiden ver las complejidades que subyacen a la estructura racializada”. Una carga que, por supuesto, los académicos progresistas sobreeducados no tienen.
Más adelante, el texto despacha otras joyas del desprecio de clase como la siguiente, que critica a otra mujer —identificada como Cintia—, quien se queja amargamente de los hábitos de higiene de sus nuevos vecinos:
Sostengo que el “ser limpio(a)” se utiliza como mecanismo de distinción para sustentar un sentimiento (y discurso) anti-inmigrante y reivindicar un mayor “estatus” y más derechos que aquellos recién llegados. Según Douglas, la suciedad es relativa: “No existe la suciedad absoluta: existe en el ojo del espectador” (1966: 2). En ese sentido, toda la suciedad es simbólica, y “ofende contra el orden”, y por ende tal distinción es una forma de expresar jerarquía […] el dualismo limpieza/suciedad utilizado por residentes chilenos como mecanismo de diferenciación entre un “nosotros” y “otros” según las formas de habitar, se convierte en otra forma de ocultar el racismo, y así es precisamente como éste persiste: permaneciendo invisible. Como señalé, categorizar las formas de habitar a la que se ven forzados los(as) migrantes como “prácticas culturales” hace parte de un racismo cultural que produce relaciones de dominación.
Más allá de las demás afirmaciones del artículo —que recomiendo leer en su totalidad para comprender la estructura mental que impulsa la narrativa deconstruccionista anglófila cada vez más hegemónica en nuestras élites— parece razonable sostener que, con independencia de si lo que se plantea es en algún sentido correcto, semejante elección de palabras refleja un absoluto desdén y ánimo de excluir de toda deliberación las preocupaciones de la clase trabajadora en torno a la inmigración. Después de todo, la literatura anglosajona nos dice que deben ser racistas. No cabe la posibilidad de que exista una preocupación real, material, vinculada a la descomposición rampante de los vínculos comunitarios, en la demanda de mujeres como Elena y Cintia.
Chile nunca había experimentado inmigración a esta escala. Es lógico que ello produzca inquietud en las clases trabajadoras, cuyas condiciones de vida ya son de por sí inmensamente precarias. El artículo reivindica el “derecho a la ciudad” que tienen los migrantes, pero es absolutamente indiferente respecto a la impotencia de los habitantes para poder tener algún poder de decisión sobre cómo se estructuran sus barrios: increíblemente, niega la capacidad del aparato estatal y de la democracia misma para moldear las condiciones de existencia del cuerpo social, afirmando que “los cambios demográficos y las movilidades son inevitables para cualquier ciudad capitalista en crecimiento”. Es lógica neoliberal químicamente pura: there is no alternative.
No se trata de rechazar la llegada de inmigrantes ni de declamar una supuesta inferioridad de la “raza” afrodescendiente, ni mucho menos. Sí de asumir que la convivencia entre grupos de personas con trasfondos culturales diferentes deviene necesariamente conflictiva, sin necesidad de mediar aparatos ideológicos racistas. Lo que cabe esperar de una izquierda consistente con sus principios fundantes es bastante sencillo: una política migratoria ordenada, responsable, cuyas decisiones de política pública estén guiadas por un análisis estructural de los fenómenos sociales y por la deliberación democrática en los sectores populares antes que por dogmas de origen foráneo. Nada de eso se atisba hoy, y si son certeras aquellas intuiciones que indican una tendencia demográfico-estructural hacia la radicalización cultural de nuestras élites, conflictos como el presentado no harán más que ganar en intensidad y virulencia.17
¿No hay salida?
Los hechos, llegando a este punto, son indesmentibles y categóricos. Existe en la población una demanda real por disminuir el flujo de inmigración, mientras que las alternativas políticas que se ofrecen —desde la UDI hasta la Lista del Pueblo— exigen acelerar más y más el rumbo en la dirección contraria. En el contexto actual, las preocupaciones de la gran mayoría de la población se ubican evidentemente en otro sitio: la crisis social, económica y política no da tregua y apenas permite levantar la cabeza para extender el análisis a otras esferas. Sin embargo, bajo la superficie, la brecha entre nuestras élites —económicas y políticas, pero especialmente culturales— continúa ensanchándose. Es de esperar que pueda emerger en la esfera pública una posición razonable frente a la inmigración, que se aleje de los delirios etnonacionalistas de una minoría vociferante, pero que también sepa condenar con igual fuerza la hipocresía de la derecha económica y el moralismo vacío de orígenes anglosajones que hoy campea en la izquierda.
Después de todo, la política democrática asume como supuesto fundamental la capacidad de los pueblos de tomar en sus manos el carácter de su destino. Como ha observado Daniel Mansuy, “es extraño reivindicar la voluntad política para gobernar las fuerzas del mercado y realizar cambios estructurales y, al mismo tiempo, afirmar que en este plano el Estado es impotente”.18 Pero aquel es un camino sin salida. La única respuesta posible ante el problema de la inmigración, para evitar que llegue a extremos de violencia como los que observamos ocasionalmente en otras latitudes, es la de involucrar a la ciudadanía. Sin importar que sus posiciones parezcan “racistas” según el último paper, o los autores de moda dentro de la intelligentsia liberal-progresista. No es tan difícil pensar en una propuesta que logre amalgamar la justa demanda por dignidad a aquellos que llegan a la frontera chilena producto de la desesperación —o del embaucamiento de traficantes inescrupulosos— con la preservación de la cohesión social en las ciudades chilenas, que sin duda requiere asumir que existe una afinidad necesaria entre la estabilidad cultural y los sentimientos de solidaridad nacional y de clase que resultan indispensables para construir cualquier institucionalidad que se asemeje a un Estado de bienestar.19
Hay una frase célebre del líder socialdemócrata sueco Olof Palme que se ajusta perfectamente a la situación. Es difícil saber si alguna vez pronunció o escribió algo semejante —la cantidad de citas imaginarias que revolotean en internet es imposible de dimensionar—, pero la idea no deja de ser potente. Dice así:
Nunca seremos víctimas desamparadas de fuerzas anónimas. Nunca tendremos que confiar decisiones a expertos y especialistas. La política es susceptible de que la podamos juzgar cada uno de nosotros, porque depende en último término de ideales y de ideas.
Peter Turchin, Ages of Discord (Chaplin, CT: Beresta Books, 2016).
Jorge Atria y Cristóbal Rovira, “Estudio COES de la élite cultural, económica y política en Chile,” Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (2020). Link.
Álvaro Bellolio, Elena Franco y Jorge Ramírez, “Migraciones en Chile: Diagnóstico y Lineamientos de Propuestas,” Sociedad y Política, 129, p. 37. Libertad y Desarrollo. Link. Nótese que uno de los autores (Bellolio) se desempeña hoy como director del Servicio Nacional de Migraciones.
Daniela Bas, “Eliminar visas y restringir a la PDI: los requerimientos del Frente Amplio por Ley de Migración,” El Líbero, 17 de diciembre de 2020. Link.
Cecilia Román, “Una ley que no rige, 1.600 inmigrantes y autoridades de vacaciones: las claves de la crisis en Colchane,” Radio Pauta, 3 de febrero de 2021. Link.
Emol, “Gobierno busca impulsar "ingreso seguro" de migrantes por falta de mano de obra en el agro,” El Mercurio Online, 8 de julio de 2021. Link.
María José Ahumada y Aranka Paillao, “El ‘botín’ venezolano,” La Tercera, 10 de marzo de 2019. Link.
Karl Marx, El Capital (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2015), Libro Primero, Capítulo XXIII.
Juan Andrés Guzmán, “Entrevista: Kathya Araujo. ‘Es un error mirar la sociedad sólo desde la dominación’,” Ciper Académico, 26 de junio de 2021. Link.
Wolfgang Streeck, “Between Charity and Justice: Remarks on the Social Construction of Immigration Policy in Rich Democracies,” DaWS Working Paper Series 2017, 5. Link.
Macarena Bonhomme (2020), “Racism in multicultural neighbourhoods in Chile: Housing precarity and coexistence in a migratory context”, Bitácora Urbano Territorial, 31(1), pp. 167-181. doi: 10.15446/bitacora.v31n1.88180. Link.
Al respecto, hay un esbozo de texto que lleva largo tiempo en los drafts de este Substack. Su título es “El progresismo infinito” y aborda los fundamentos estructurales de la permanente radicalización de las demandas por parte de las vertientes deconstruccionistas en la izquierda joven y con estudios. La conclusión, como siempre, no es en absoluto reconfortante.
respecto de este tema (y todos los demás, en realidad) la postura irreflexiva y siempre irresponsable de la izquierda progresista no sólo es confluyente con los globalistas del fundamentalismo libermercadista, sino exasperantemente buenista