Por un Socialismo Conservador
No hay socialismo sin virtud. No hay virtud sin socialismo. Hay otro camino.
«So-called conservatism and so-called radicalism in these contemporary guises are in general mere stalking-horses for liberalism: the contemporary debates within modern political systems are almost exclusively between conservative liberals, liberal liberals, and radical liberals. There is little place in such political systems for the criticism of the system itself, that is, for putting liberalism in question.»
—Alasdair MacIntyre
Algo ha cambiado en nosotros. No solamente en nosotros, los chilenos, que nos vemos enfrentados a una crisis orgánica de proporciones históricas y salidas aparentemente inaccesibles; sino en la convivencia humana a modo general, en el tiempo y en el espacio. Desde el advenimiento de los estados modernos, hemos confiado a un orden suprainstitucional el resguardo y la categorización de la experiencia colectiva. Pasamos de ser animales sociales a ciudadanos, individuos sujetos a un entramado legal-racional de obligaciones y derechos, que establecía los parámetros no solamente de la vida en cuanto tal, sino también de las condiciones de posibilidad para su transformación. Vivimos así durante varias décadas: inscritos nominalmente en la lógica totalizante de la estatalidad ilustrada, nuestro devenir se encontraba aún inextricablemente vinculado a patrones morales adscritos y tradiciones culturales enraizadas en un “acervo de conocimiento”1 alimentado por nuestra experiencia común, pero a la vez situado y particular. Desde allí algunos de nosotros buscaron modificar las condiciones de existencia, entendiendo que las herramientas para aquella transformación debían ser buscadas precisamente en aquel acervo cultural que le da sentido a nuestra vida desde el momento en que dejamos el vientre materno. En otras palabras, había un sentido de comunidad aún no disuelto por las grandes estructuras simbólicas de la modernidad: una idea, un sentimiento de propósito común desde el cual todo individuo con uso de razón podría identificarse. Ese sentido común, en el sentido más riguroso del concepto, nos mantenía atados a nuestra humanidad elemental y constituía el pilar fundamental a partir del cual era posible vivir e imaginar nuevas formas de vida colectiva.
La realidad hoy es diferente. Mientras el orden económico se arrastra en “la crisis de un capitalismo sin alternativa”2, la cultura occidental se desprende de sus referencias normativas comunes a un ritmo cuya velocidad resulta apenas perceptible. No solamente la religión, que ya había dejado de encantar el mundo mucho antes —lo sabían Weber, Nietzsche y los “maestros de la sospecha”, en la famosa expresión de Paul Ricoeur3—, sino la intuición misma de que nuestra existencia común depende de marcos normativos socialmente aceptados y cuyo cuestionamiento ha de ser únicamente colectivo, so riesgo de lacerar el sostén moral que permite una sociabilidad inteligible. Poco sabían los anarquistas decimonónicos o los sindicalistas marxistas del siglo veinte sobre teología o trascendencia religiosa; pero eran rigurosos como ninguno, disciplinados y absortos por una causa que llenaba de sentido sus vidas a la vez que permanecía arraigada en la situación concreta de su origen. Sabían que la sociedad no era susceptible de ser cambiada por decreto. Se tomaban en serio sus reflexiones y las aplicaban mediante los instrumentos que recogían en el acervo. Buscaban restituir la sociedad a su orden moral y natural, no fragmentarla. La particularidad de nuestro tiempo es que es ese acervo mismo el que ha sido colocado en tela de juicio, por obra y gracia de las ideologías que nos envuelven: de forma paradójica, es probable que el “liberalismo absoluto” haya terminado por corroborar prístinamente la lectura de Marx y Engels.
Allí donde ha llegado al poder, la burguesía ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha arrancado despiadadamente los abigarrados lazos que ligaban a los hombres con sus superiores naturales, y no ha dejado otro lazo entre hombre y hombre que el desnudo interés, que el seco «pago al contado». Ha sofocado el sagrado embeleso de la ilusión piadosa, del entusiasmo caballeresco, de la melancolía pequeñoburguesa en las aguas heladas del cálculo egoísta. Ha disuelto la dignidad humana en el valor de cambio y ha sustituido las libertades garantizadas y legalmente adquiridas por la única libertad, la libertad de comercio sin escrúpulos. […] La continua transformación de la producción, la incesante sacudida de todos los estados sociales, la eterna inseguridad y movimiento, esto es lo que caracteriza la época burguesa respecto de todas las demás. Quedan disueltas todas las relaciones fijas, oxidadas, con su cortejo de representaciones y visiones veneradas desde antiguo, mientras todas las recién formadas envejecen antes de poder osificar. Todo lo estamental y establecido se esfuma; todo lo sagrado es profanado, mientras los hombres se ven, al fin, obligados a considerar sobriamente su situación y sus relaciones recíprocas.4
El diagnóstico evidente es que, de hecho, ha llegado el tiempo de cuestionar sobriamente nuestra situación y nuestras relaciones recíprocas. Si entendemos la política como un espacio de expresión y producción de lo común, cabría observar en su trayectoria algunos retazos de la mentada transformación cultural. La hipótesis del socialismo conservador parte de la convicción de que, si bien los cambios sociales responden a procesos de largo alcance, no existe una teleología en el avance histórico; las teleologías existentes son siempre situadas, arraigadas en comunidades de sentido que se entrelazan para concurrir a los acontecimientos sociales y políticos. Por eso hemos de buscar en la contingencia y en el correlato material histórico de las ideas la explicación de nuestras desventuras.
Liberalismo en todas las esquinas
Ha corrido mucha tinta sobre el “giro cultural”5 de las izquierdas y no tiene mayor sentido replicar aquí aquellas disquisiciones, en el entendido de que todas comparten a grandes rasgos un diagnóstico sobre la disolución de las certezas, ligada en mayor o menor medida al desarrollo de las fuerzas productivas y cuyas consecuencias son hoy visibles en casi todos los aspectos de la vida social. Sin un modelo prefabricado al cual recurrir, y con un rechazo taxativo a aquellos que aún se encuentran disponibles, la alternativa única de transformación es el progresismo: el avance continuo hacia un horizonte de justicia social, en oposición frontal al tradicionalismo y la ambición de “cambiarlo todo” sin atreverse siquiera a establecer prioridades. Este progresismo descansa en su carácter impreciso: los pasajeros se embarcan de acuerdo a su propia experiencia, la cual conectan con algunas intuiciones morales básicas pero rara vez con un modelo específico de sociedad. La visión de mundo progresista funciona, a grandes rasgos, con dos intuiciones básicas: una orientación al infinito en términos del desarrollo cultural y la soberanía individual, y una orientación a la limitación para efectos del modelo de producción económica y su reproducción social. Jean-Claude Michéa, perceptivo, llama la atención ante la evidente contradicción que significa apelar a la destrucción de todo condicionamiento sociocultural impuesto al individuo6, a la vez que se exige la introducción de nuevas imposiciones más pesadas y ajenas que las otras; como sabía Sir Roger Scruton, la intuición fundante del conservadurismo es aquella según la cual “las cosas buenas son fáciles de destruir, pero no son fáciles de crear”.7 La construcción del socialismo democrático —“la única esperanza de la humanidad”, si hacemos caso a Aneurin Bevan— requiere de establecer un sinfín de limitaciones a la mera voluntad y de un colectivo dispuesto a someterse a ellas. Creer que aquello se puede lograr a partir de una masa inorgánica de reivindicaciones tan particulares como inespecíficas —la “multitud” de Hardt y Negri8, que hoy ha resignificado la manoseada palabra “pueblo”— es delirar, pero sirve para mantener la redituable ficción de una alternativa de sociedad antropológicamente imposible.
El neoliberalismo hoy dominante es un águila con sus dos alas desplegadas: la “derecha del dinero” dicta las leyes estructurales, la “izquierda de la costumbre” provee las superestructuras que las justifican sobre el plano simbólico. Así, si la “derecha del dinero” decide que hace falta derribar las fronteras en nombre del mercado único planetario, de la deslocalización del trabajo y de la volatilización de los capitales, la “izquierda de la costumbre” urde las alabanzas de la globalización como reino de los viajes low cost, de la desterritorialización, del nomadismo y de la ausencia de normas fijas; si la “derecha del dinero” establece que el trabajo tiene que ser precario, de modo tal que sean removidos derechos y garantías, la “izquierda de la costumbre” justificará ello por medio de la difamación de la estabilidad burguesa y la monotonía laboral; aún más, si la “derecha del dinero” decide que la familia tiene que ser removida en nombre de la creación de la atomística de las soledades consumidoras, la “izquierda de la costumbre” justifica ello por la deslegitimación de la familia como forma burguesa digna de ser abandonada.9
En la esquina contraria, el panorama no resulta mucho más alentador. La imagen especular de una imposibilidad antropológica devuelve otra de características inversas, pero igualmente perniciosa y autodestructiva. Tal como la izquierda ha dejado de ser socialista para entregarse al progresismo, la derecha ha abandonado el conservadurismo y ha devenido paleolibertaria. Es decir, a diferencia de los conservadores de antaño, no tienen ningún apego particular por la estabilidad de las instituciones sociales y la dimensión sacramental de la vida colectiva. Todo ello ha sido sacrificado en el altar del libre mercado y la modernización capitalista. El lenguaje de los valores y la tradición es un mero artificio para volver aceptable la introducción de la libertad económica, aquella que —como nos enseñase Karl Polanyi10— resulta ajena a la naturaleza humana en todo espacio y lleva inscrito desde su origen el germen de su propia destrucción. En palabras de Christopher Lasch:
If conservatism is understood to imply a respect for limits, it is clearly incompatible with modern capitalism or with the liberal ideology of unlimited economic growth. Historically, economic liberalism rested on the belief that man’s insatiable appetites, formerly condemned as a source of social instability and personal unhappiness, could drive the economic machine—just as man’s insatiable curiosity drove the scientific project—and thus ensure a never-ending expansion of productive forces.11
Tal como un proyecto socialista no puede descansar en una antropología liberal y atomista, una antropología conservadora no puede llevar como correlato político la defensa irrestricta del libre mercado y el derecho de propiedad. Después de todo, ya sabía Marx que en el capitalismo “todo lo sagrado es profanado”.12 Para efectos del debate contemporáneo, Michéa traduce aquella célebre intuición como el apogeo del carácter dialéctico del liberalismo: el avance cultural de la soberanía individual —esto es, la libertad entendida como ausencia de condicionamientos sociales— posibilita la apertura de nuevos espacios para el mercado, que opera bajo la lógica de la libertad económica, entre aquello que antes se consideraba inamovible o sagrado; a su vez, la inoculación del liberalismo económico hace posible también el deseo de desprenderse de todo condicionamiento adscrito.13 Después de todo, si puedo comprar y vender cualquier cosa sin estar sujeto a la intervención de una voluntad superior, ¿por qué no se me permitiría comportarme en mi vida privada según mis propios instintos me indiquen? De igual forma: si puedo utilizar mi cuerpo de la forma en que yo estime “más allá de aprensiones morales”, ¿por qué no podría, bajo la misma lógica, llevar adelante un negocio particular de acuerdo a mis propios criterios de eficiencia? Es en aquella dialéctica donde reside el triunfo último del liberalismo. No importa quien gane las próximas elecciones. El desarrollo de la soberanía individual y la atomística de las relaciones sociales bajo el libre mercado tienen su futuro asegurado.
El mundo de la forma-capital sólo puede ser, por lo tanto, un mundo de individuos fluidos y desafiliados, arrancados de la naturaleza, potencialmente nómadas y movidos sólo por la búsqueda de sus intereses individuales. Un mundo hecho de mónadas fuera de la tierra, sin identidad ni domicilio, transformados en fuerza de trabajo, en objetos. Un mundo donde la fluidez, la flexibilidad y la precariedad se convierten en la norma general, donde todo debe estar disponible a título de mercancía para consumir, en función de los deseos de cada cual.14
El socialismo conservador se plantea en oposición ante ficciones antropológicas de diferente signo político. Niega la posibilidad de un conservadurismo que celebre y defienda a rajatabla la sociedad de mercado, tal como rechaza la ilusión de un socialismo construido a partir de premisas libertarias, progresistas y soberanistas. Por el contrario, es una invitación a los miembros desencantados de ambas tradiciones para confrontar directamente la lógica dialéctica inmanente del liberalismo: cuestionar hasta la más consolidada de sus ficciones, desde la propiedad privada hasta los derechos humanos, pasando por el principio de autoidentificación. Es también una convocatoria a rescatar aquello que el nunca bien ponderado George Orwell llamase common decency, la “decencia” propia del hombre común, aquella intuición moral positiva no reflexivizada que comparten los miembros de una colectividad orientada a fines comunes básicos.
For it must be remembered that a working man, so long as he remains a genuine working man, is seldom or never a Socialist in the complete, logically consistent sense. […] Often, in my opinion, he is a truer Socialist than the orthodox Marxist, because he does remember, what the other so often forgets, that Socialism means justice and common decency. But what he does not grasp is that Socialism cannot be narrowed down to mere economic justice’ and that a reform of that magnitude is bound to work immense changes in our civilization and his own way of life. His vision of the Socialist future is a vision of present society with the worst abuses left out, and with interest centring round the same things as at present—family life, the pub, football, and local politics.15
El socialismo conservador busca también ir más allá; superar —reconociendo sus aportes— el tradicionalismo y el comunitarismo como formas políticas, en el entendido de que muchas de las antiguas formas de sociabilidad se han extinto y es necesario buscar nuevamente un terreno firme para edificar un proyecto de sociedad coherente, basado en la virtud cívica como principio incontrovertible y que aspire a forjar solidaridades nuevas.16 El socialismo conservador es, a fin de cuentas, una intuición —valga la redundancia— que ofrece un piso mínimo para construir: la idea de que liberalismo cultural y liberalismo económico se alimentan mutuamente; y que todo proyecto socialista materialmente posible requiere una cuota no despreciable de conservadurismo, de la misma forma en que todo proyecto conservador requiere de socialismo.
Buscando una alternativa
Cualquier salida implica establecer limitaciones. Correr el tupido velo que oculta las contradicciones inherentes a los proyectos de sociedad que campean a izquierda y derecha. Comprender que la libertad no tiene sentido si no existe un adiestramiento guiado por el recorrido de la virtud; creer en la libertad del pianista para tocar y componer melodías, aquella que no tiene sentido sin los años de rigor, disciplina y autodominio que se requieren para dominar el arte de la interpretación musical. Reafirmar el sentido de una libertad como autodominio, donde ser libre signifique nuevamente “ser libre de ser esclavo de los propios deseos vulgares, algo que nunca podía satisfacerse completamente, y cuya persecución solo llevaba a un anhelo sin fin y a la insatisfacción”.17 Rescatar lecturas perdidas en el tiempo, como esta joya de John Ruskin, para que guíen la conformación de una ética de la virtud adaptada a los tiempos y se impongan por sobre los cantos de sirena del deconstruccionismo atomista, individualista y amoral:
You hear every day greater numbers of foolish people speaking about liberty, as if it were such an honourable thing; so far from being that, it is, on the whole, and in the broadest sense, dishonourable, and an attribute of the lower creatures. No human being, however great or powerful, was ever so free as a fish. There is always something that he must or must not do; while the fish may do whatever he likes. All the kingdoms of the world put together are not half so large as the sea, and all the railroads and wheels that ever were or will be invented, are not so easy as fins. You will find, on fairly thinking of it, that it is his restraint which is honourable to man, not his liberty; and, what is more, it is restraint which is honourable even in the lower animals. A butterfly is more free than a bee, but you honour the bee more just because it is subject to certain laws which fit it for orderly function in bee society. And throughout the world, of the two abstract things, liberty and restraint, restraint is always the more honourable. It is true, indeed, that in these and all other matters you never can reason finally from the abstraction, for both liberty and restraint are good when they are nobly chosen, and both are bad when they are badly chosen; but of the two, I repeat, it is restraint which characterises the higher creature, and betters the lower creature; and from the ministering of the archangel to the labour of the insect, from the poising of the planets to the gravitation of a grain of dust — the power and glory of all creatures and all matter consist in their obedience, not in their freedom. The sun has no liberty, a dead leaf has much. The dust of which you are formed has no liberty. Its liberty will come — with its corruption.18
Avanzar hacia una sociedad sin clases, no solamente porque obedezca a un principio abstracto de justicia o sea el paso necesario en el desarrollo de las fuerzas productivas, sino porque es solamente dentro de una auténtica comunidad política, social y económica donde el género humano podrá alcanzar la plenitud. Tal como la existencia de referencias normativas comunes y un sentido de corresponsabilidad cívica son condiciones de posibilidad para el socialismo, también el socialismo es condición de posibilidad para la construcción de vínculos duraderos, que no estén sometidos al ataque permanente del interés egoísta y la disfunción social alentada por los groseros, vulgares e inmorales niveles de desigualdad y segregación a los cuales el capitalismo nos ha acostumbrado.
Todo esto implica desprenderse, de una vez y para siempre, de la omnipresente antropología liberal que nos deja sin referencias ante un mundo sostenido en el vértigo de la contingencia histórica. El problema fundamental del liberalismo, escribe Ryszard Legutko, no es su inconsistencia sino su inhumanidad. El individuo liberal “permanece internamente débil, dependiente de factores externos, confundido acerca de su identidad, y atraído hacia una versión mistificada de sí mismo como una persona que ya ha alcanzado la plenitud, y solamente espera reconocimiento, inclusión y derecho a la libre autoexpresión”.19 Un sujeto de estas características no permite construir socialismo ni conservadurismo, mucho menos de cara al atribulado presente que ofrece la modernidad tardía. Su único futuro posible es la orientación al infinito y hacia el liberalismo como “hecho social total” maussiano: aquel que se constituye como parte inescapable de nuestra existencia, realidad material e ideología al mismo tiempo, que acota nuestras posibilidades y dibuja los contornos de lo que la voluntad colectiva es capaz de lograr.
La intención de este espacio es comenzar a pensar en una sociedad alternativa, tal como sostiene MacIntyre en la frase citada al inicio20, fuera de la camisa de fuerza del liberalismo imperante en las democracias occidentales. Los alegatos en favor de un socialismo conservador pueden leerse, como ya se habrá podido comprender, desde dos perspectivas: la de un socialista desencantado que vincule el fracaso material de su ideología a su antitética radicalización cultural; y la de un conservador frustrado que distinga —no sin horror— la profundidad del daño social que ha inflingido el capitalismo a todo aquello que es bueno y virtuoso.
Tal como afirmase William Cobbett, “queremos una gran alteración, pero no queremos nada nuevo”.21 Queremos un desarrollo a escala humana; fraternidad y solidaridad con las condiciones materiales que les permitan perdurar más allá de comunidades aisladas y cerradas en sí mismas; queremos una sociedad profundamente moral, estable y cognoscible, con la misma fuerza con la que deseamos una sociedad sin clases, sin mercantilización de la vida social ni explotación del hombre por el hombre. Queremos ideas diferentes, sueños distintos, y un proyecto político, económico, social, cultural y antropológico que esté a la altura para enfrentar los desafíos de la época contemporánea: desde este espacio, y a través de estos textos, se buscará hacer carne la paradoja. Ofrecer para Chile y el mundo la alternativa de un socialismo conservador.
Alfred Schütz y Thomas Luckmann, Las estructuras del mundo de la vida (Buenos Aires: Amorrortu, 1973), 28.
Manolo Monereo, “Una izquierda soberanista,” en La variante populista. Lucha de clases en el neoliberalismo, Carlo Formenti (Madrid: El Viejo Topo, 2017).
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Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista (Madrid: Alianza), 52-54.
Vivek Chibber, “Rescuing Class From the Cultural Turn,” Catalyst 1, no. 1 (2017).
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Michael Hardt y Antonio Negri, Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio (Madrid: Debate, 2004).
Diego Fusaro, La destrucción capitalista de la familia (Buenos Aires: Nomos, 2019).
Karl Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico (Buenos Aires: Quipu, 2007), 233.
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Ryszard Legutko, “Why I Am Not a Liberal,” First Things (Marzo de 2020).
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