Por qué voto por Gabriel Boric
En la elección de este domingo no se nos va la vida. Pero sí se nos pueden ir otras cosas muy importantes. Como ejercicio de honestidad intelectual, transparento brevemente mi opción.
En los últimos meses, este blog ha ganado más tracción de lo que jamás pudiese yo haber pronosticado, habiendo elegido escribir desde el anonimato por razones de tranquilidad y libertad intelectual —sin perjuicio de lo cual no son pocos quienes sí saben quién es el autor detrás de la pantalla; no tengo problema alguno en darme a conocer por vías personales—. El hilo conductor de esta serie es lo que he denominado socialismo conservador: una propuesta ajena a los clivajes actuales de la política institucional chilena, que plantea una orientación socializante y proteccionista en lo económico en conjunto a un conservadurismo laico en lo cultural-valórico, reivindicando la existencia de una afinidad —hoy ensombrecida— entre ambas orientaciones. En el manifiesto que da origen y sentido a esta línea, se afirma que a esta sensibilidad es posible llegar desde dos perspectivas, dos milieus, dos tipos de intenciones: la de socialistas desencantados con la contraproducente radicalización cultural de su sector, o la de conservadores frustrados con la incapacidad de sus expresiones políticas para conservar cualquier cosa que no sea el libre mercado y la sociedad de clases.
Por lo mismo, es probable que muchos de quienes lleguen a leer esto no entiendan mi decisión de votar por Gabriel Boric. Después de todo, se trata de un personaje que ha enarbolado posturas de ruptura e intransigencia política desenfadada en el pasado reciente —hace diez años le ganó la FECh “por la izquierda” a Camila Vallejo, sin ir más lejos—, además de estar inequívocamente comprometido con el corrosivo programa cultural de las sobreeducadas élites frenteamplistas, parte del cual ha llegado a instalarse en el debate público bajo el tosco apelativo de “octubrismo”. Quizás podrían atribuir mi decisión meramente a una racionalización ad hoc de lo que simplemente me ordena mi identidad política, forjada en la exposición a ambientes progresistas y del centro hacia la izquierda. Es probable que haya algo de eso. Después de todo, no confío demasiado en el alcance de mi autonomía individual. No es fácil cruzar el charco cuando se han formado vínculos tan profundos, cuando el sentimiento de comunidad ha entrecruzado tantos de los aspectos en la formación de la propia identidad. Ser de izquierda o ser de derecha no es solamente una cristalización de principios, valores u opiniones políticas; también es la nominación de una pertenencia tribal que habitualmente escapa a la razón crítica.
Pese a ello, estoy tranquilo en mente, corazón y espíritu con mi voto. Creo que hay razones muy poderosas no solamente para elegir al candidato de Apruebo Dignidad en la papeleta este domingo, sino también para respaldar su gobierno y defenderlo ante buena parte de los ataques que probablemente sufrirá. Son razones, dentro de lo posible, afirmativas. No solamente es el mal menor ante un “fascismo” de todas formas inexistente, también hay argumentos afirmativos para votar por él. Del otro lado, veo muy pocas buenas razones para elegir a su contrincante, y me temo que la mayor parte de ellas son igualmente contraproducentes. Sí aclaro que no pretendo convencer a nadie con las desordenadas razones que esbozaré a continuación; aunque estaré satisfecho si mis apresuradas reflexiones terminan sirviendo de guía para algún lector que aún —faltando pocas horas para la elección— permanezca indeciso.
La primera razón, y la más importante a mi juicio, es el diagnóstico respecto a las razones de lo que ha ocurrido en Chile durante los últimos años. Kast representa una posición que conocemos perfectamente: rechazo total a las movilizaciones en forma y fondo, descrédito de su masividad y trascendencia como algo más que una expresión visceral de descontento pasajero. Antes de la primera vuelta, ya se refería al estallido social como una “pesadilla”, discurso que no ha cambiado hasta el momento. Boric, en cambio, si bien se sumó inicialmente —como muchos hicimos— al coro de voces enfervorizadas con proclamas como “se abrieron las grandes alamedas”, presenta hoy un diagnóstico bastante más mesurado. No es un diagnóstico centrista ni nada por el estilo, pero sí absolutamente compatible con un sistema democrático. En ello ayudó, evidentemente, haber sido el gran protagonista del hecho decisivo para la canalización institucional del movimiento social, lo cual le trajo —en el corto plazo— costos políticos y personales que todos conocemos.
El proceso constituyente dista de ser perfecto, lo sabemos. Pero su legitimidad pública sigue siendo varias veces mayor que la del resto de instituciones políticas, incluso después de atravesar oníricas controversias como el caso Rojas Vade, simbolismos ridículos y las exasperantes vocerías de personajes del calibre de Jorge Baradit, Teresa Marinovic, Alondra Carrillo, Marcos Barraza, Elsa Labraña, entre otros. Después de todo, ofrece la posibilidad de tener un elemento de legitimación adicional para superar la dimensión política de la crisis, además de subsanar ripios institucionales que han incidido en la dificultad para resolverla. Boric será un presidente que ayudará al proceso constituyente: no lo llevará al barro ni le recortará el presupuesto ni amplificará sus estupideces periódicas para su beneficio político, mucho menos hará campaña en contra del texto constitucional que se proponga. Yo no creo que la nueva Constitución resuelva todo —quizás no resuelva casi nada—, pero creo que las posibilidades de ser un aporte son infinitamente más altas que las de retroceso.
Chile es un país quebrado. No solamente en términos políticos, sino también —y mucho más importante— en términos sociales y culturales. La modernización económica vino acompañada de disfunción social generalizada: desaparición paulatina de la asociatividad territorial, debilitamiento de los cuerpos intermedios capaces de articular el orden social —sindicatos, partidos políticos, federaciones universitarias, etcétera—, neutralización política forzada por un orden constitucional ilegítimo, tibia consolidación de un Estado de bienestar que aún no se asoma a la altura de los países desarrollados cuando tenían nuestro nivel de ingreso, inexistencia de espacios de interacción social comunitaria entre ricos y pobres, horrorosos niveles de desigualdad en áreas tan delicadas como salud, educación y vivienda. No creo que alguien que reconozca todo lo anterior como verdadero podría razonablemente votar por alguien como Kast, que representa un “escape hacia adelante” en la crisis: más mercado, más desigualdad, más segregación de clase. Para usar la frase de Walter Benjamin, Kast no es un freno a la locomotora imparable de la modernización: es aumentar la velocidad para sortear el bache, sin pensar en los obstáculos que asoman más adelante. Boric, en cambio, sí reconoce el sustrato estructural del malestar. Las soluciones que propone son imperfectas y se contradicen con otros aspectos de su programa —inmigración, por ejemplo—, pero reconoce el hecho básico de la disfunción. No cree que sea un constructo ideológico de algún partido político. Sabe que es real, le preocupa y busca abordarla. Así lo sabía Provoste —mi voto en primera vuelta—, lo sabía Desbordes —mi voto en primarias— e incluso, quizás, también lo sabían Briones y Lavín. Kast definitivamente no lo sabe.
Pocos asuntos son tan ilustrativos de esto como la política tributaria. Es cierto, Boric deberá refinar su hoja de ruta. Pero la propuesta de Kast es sencillamente nauseabunda en su impúdica genuflexión hacia la oligarquía: bajar los impuestos corporativos —en el país que menos recauda de la OCDE—, no otorgar más facultades al SII —un acuerdo transversal entre los consabidos “expertos”—, eliminar el impuesto a la herencia, entre otras cosas. Un verdadero regalo para los dueños de Chile.
Con esto no quiero decir que sea baladí la inseguridad que refleja Boric en temas clave o la inconsistencia cultural inherente a su programa. Pero sí nos coloca en un punto de partida mucho más razonable, productivo e interesante: el de debatir sobre el carácter de las reformas sociales que se necesitan, no sobre qué tan draconiana será la agenda antidelincuencia, qué tanto podrán bajar los impuestos para que la DC preste sus votos en el Congreso o los méritos de tener estado de sitio en la Araucanía u otras zonas del país. Y hay propuestas de Boric que, razonablemente implementadas, son un avance indiscutible hacia una sociedad más justa e integrada en el mediano plazo. Mis tres favoritas son la reforma tributaria con ampliación de facultades para el SII —que tiene un potencial enorme de reducción de la desigualdad económica—; la creación de un Seguro Universal de Salud —que incluso médicos de derecha como Mañalich o Juan Carlos Said patrocinan—; y la condonación progresiva del CAE que, mal que mal, retira un peso importante de la espalda de amplios sectores de la clase media y tiene efectos palpables inmediatos. También creo que el riesgo económico que representa Boric ha sido totalmente exagerado por sus opositores. Sus asesores más influyentes en la materia no son otra cosa que el ala izquierda —y ni tan izquierda— de la Concertación y la Nueva Mayoría: Ffrench-Davis, Eyzaguirre, Repetto, Zahler, Sanhueza, Larraín. Quizás tendrán prioridades diferentes a un equipo de Sichel o Kast —obvio— pero nadie ha propuesto volver al modelo ISI ni mucho menos al Plan Vuskovic.
Si hay algo que detesto más que nada es la guerra cultural como sucedáneo de la política. Ha sido el giro identitario, ultralibertario y apologista del desorden lo que me ha distanciado ideológicamente de la izquierda, no sus planteamientos económicos ni sus reflexiones generales sobre el orden social. La tradición marxista —y el propio Marx— sigue teniendo intuiciones valiosísimas que pondero en cada análisis. Tampoco digo con esto que la dimensión cultural o simbólica de la vida colectiva sea intrascendente. Al contrario: creo que poner estos elementos como parte central de la disputa pública los reifica, los convierte en armas arrojadizas e impide su integración en un marco más amplio de convivencia. Prefiero discutir sobre cómo reducir el Gini, cómo reconstituir la asociatividad, cómo bajar el precio de la vivienda. No sobre si el Himno Nacional es racista o si la teoría queer homosexualiza a los niños.
Aunque no lo parezca, creo que el proyecto de Boric ofrece más garantías en este sentido. Kast es, esencialmente, un provocador —de otra forma no se explica su programa de primera vuelta— que no tiene la más mínima intención de modificar las dinámicas estructurales de convivencia social en Chile. Haber incluido a Daniella Chávez como oradora en su cierre de campaña o tener como escuderos a Gonzalo de la Carrera y Johannes Kaiser demuestra que, lejos del ultraconservadurismo que algunos le endilgan, su matriz ideológica es antiprogresista y no mucho más —o peor aún, “anti-progres”—. Escuchar a otros de sus estrafalarios compañeros de ruta reafirma la intuición. La pregunta de fondo es sencilla, ¿bajo qué gobierno se agudizaría más el nivel de idiotez en las prioridades del debate público? Quienes crean que un triunfo de Kast será un elemento de contrarrevolución cultural mínimamente sostenible en el tiempo están muy equivocados. Basta con ver la experiencia de Trump en Estados Unidos: un progresismo radical que se encierra en sus instituciones propias, mientras las bravatas del Presidente enardecen aún más el ambiente y queman todos los puentes, sin resolver ninguno de los problemas de fondo. En cambio, un eventual ascenso del Frente Amplio al gobierno obligará a sus cuadros a enfrentarse con la cruda realidad del aparato estatal, y la imposibilidad de realizar todos los cambios al mismo tiempo. Tendrán que priorizar. Algunos se irán, sin duda, pero otros inevitablemente se quedarán y serán disciplinados por la realidad de la gestión pública; eso marcará un quiebre. Ya no será posible un bloque unido de izquierda progresista cuyo único elemento de confluencia es la oposición a lo existente. Así, en el futuro próximo habrá —al menos— algunos de ellos con experiencia y antecedentes para revisar.
Por último, el elefante en la habitación. El socialismo conservador no es lo mismo que el conservadurismo socialista, por mucho que puedan converger en una serie de diagnósticos sobre la realidad. Implica una constatación: no será posible restituir la virtud cívica, la normatividad común ni las relaciones sustantivas entre las personas sin antes remover algo de la enquilosada estructura que sostiene las injusticias de la sociedad de clases. La guerra cultural nos puede tener dando vueltas en círculos eternamente mientras caemos al abismo. Si queremos aspirar a cambiar algo, debemos abordar aquello que Rawls llama la estructura básica de la sociedad. Boric no asegura casi nada, pero abre una ventana. Algunos creerán, muy razonablemente, que no vale la pena el intento. Pero yo, respetuosamente, creo que sí.