La gran confabulación
Enemigos dentro de la esfera pública, la izquierda y la derecha "realmente existentes" en nuestro debate político trabajan secretamente para el mismo patrón. Texto rescatado de un proyecto inconcluso.
¿Por qué los partidos autodenominados “conservadores” son más proclives a buscar liberalizar la posesión de armas de fuego? ¿Por qué aquellos que buscan robustecer las prestaciones sociales entregadas por el Estado, que asumen un mínimo de responsabilidad cívica para operar, enarbolan discursos del tipo “evade todo”? ¿Por qué un “liberal de centro” parece tener tanto aprecio por la libertad individual en algunas esferas, y tan poco en otras? Esas son algunas de las preguntas que busca responder James Mumford en uno de los libros más fascinantes de los últimos años.1 La respuesta común a todas ellas es que las identidades políticas del mundo contemporáneo son artefactos contingentes, producto de las relaciones de poder en la esfera pública, la capacidad de ciertos grupos de interés para introducir sus reivindicaciones en el discurso hegemónico y también del azar. El autor les llama “package deals”: un cúmulo heterogéneo de perspectivas ideológicas que funcionan en conjunto dentro del debate político, a pesar de que no necesariamente suscriban a los mismos principios ético-morales básicos o resulten abiertamente contradictorios en una mirada de largo plazo.
Mumford recorre una serie de disquisiciones recurrentes en el debate anglosajón, arrojando luz sobre la inconsistencia de lo que denomina “tribalismo”: la idea de que, al cabo, ser de izquierda o derecha en el mundo moderno tiene más que ver con adoptar una determinada identidad grupal que con el desarrollo compartido de visiones de mundo internamente coherentes y plausibles. Como sabe desde hace siglos la antropología evolucionista, la formación de identidades socioculturales cerradas —irracionales, dirían algunos— ha sido un mecanismo de defensa habitual de los pueblos ante la pérdida de sentido y orientaciones normativas. De allí que una mezcla ideológica tan extravagante como el “fusionismo” norteamericano2 —que ha permeado a buena parte del mundo occidental— se haya convertido en habitual, produciendo además una imagen especular en el otro extremo del eje político. Que la izquierda defienda con tanto fervor la eutanasia y a la vez el robustecimiento de los sistemas de salud pública no esconde una justificación racional; por el contrario, aquella mixtura —cuya consistencia es, al menos, discutible— es contingente y su cristalización en una identidad reconocible se explica más por razones evolutivas que por la racionalidad de sus preceptos. Mumford atribuye el auge del tribalismo político a la escasez de “imaginación moral” burkeana3 en nuestras sociedades: la incapacidad de procesar la conflictividad política del momento en términos distintos a los cuales esta ha sido caracterizada dentro del endogrupo. Y así, nuevamente y sin previo aviso, nuestras crisis políticas y sociales se revelan como síntomas de vaciamiento normativo y confusión ético-moral.
Después de leer a Mumford, es inevitable no sentirse abrumado por el maniqueísmo del ágora político contemporáneo: el abanico de opciones se muestra, de pronto, mucho más reducido de lo que aducen los intelectuales “de la plaza”. ¿Por qué no hay una fuerza política que defienda, simultáneamente, el control riguroso de los flujos migratorios y la provisión universal de servicios sociales? ¿U otra que hable, al mismo tiempo, de proteger la vida desde la concepción hasta la muerte natural mientras declama la necesidad de redistribuir efectivamente la riqueza y la propiedad? Las contradicciones emergen a borbotones. En rigor, ningún servicio público puede soportar un flujo ilimitado de personas, menos si estas traen consigo costumbres, tradiciones y dolencias a las cuales el personal encargado no está acostumbrado. Tampoco parece muy coherente vivir obligando a mujeres y ancianos a no tomar cursos de acción radicales, mientras se les niega lo más elemental — que otros, a pocos kilómetros de distancia, tienen de sobra.
No puede sorprender entonces que el ordenamiento político en Chile, recientemente apuntalado por un vertiginoso proceso de secularización interna y la importación de tensiones políticas septentrionales por parte de la élite ilustrada, tenga poco de necesidad y casi todo de contingencia. Emulando las tendencias del mundo desarrollado, los trazos gruesos de la política nacional se mueven en torno a dos grandes bloques: la derecha, conservadora en lo cultural y liberal en lo económico; y la izquierda, liberal en lo cultural y proteccionista-socializante en lo económico. Las escasas alternativas a este paradigma suelen ser versiones suavizadas del mismo, o fuerzas estrictamente marginales. La ideología liberal, por coincidencia o premeditación, ha colocado huevos en ambas canastas: mientras la izquierda se encarga de erosionar los fundamentos antropológicos de cualquier proyecto basado en la cooperación y el compromiso mutuo, la derecha lleva hasta las últimas consecuencias el fanatismo por el libre mercado, reforzando a su vez la misma erosión. Es un juego de no-suma-cero donde conservadurismo y socialismo ceden espacio a partes iguales ante el inexorable avance de la hegemonía liberal.
Así lo describe Diego Fusaro, en su magistral defensa de la familia como institución protectora de la cohesión social ante la voracidad del capitalismo:
El neoliberalismo hoy dominante es un águila con sus dos alas desplegadas: la ‘derecha del dinero’ dicta las leyes estructurales, la ‘izquierda de la costumbre’ provee las superestructuras que las justifican sobre el plano simbólico. Así, si la ‘derecha del dinero’ decide que hace falta derribar las fronteras en nombre del mercado único planetario, de la deslocalización del trabajo y de la volatilización de los capitales, la ‘izquierda de la costumbre’ urde las alabanzas de la globalización como reino de los viajes low cost, de la desterritorialización, del nomadismo y de la ausencia de normas fijas; si la ‘derecha del dinero’ establece que el trabajo tiene que ser precario, de modo tal que sean removidos derechos y garantías, la ‘izquierda de la costumbre’ justificará ello por medio de la difamación de la estabilidad burguesa y la monotonía laboral; aún más, si la ‘derecha del dinero’ decide que la familia tiene que ser removida en nombre de la creación de la atomística de las soledades consumidoras, la ‘izquierda de la costumbre’ justifica ello por la deslegitimación de la familia como forma burguesa digna de ser abandonada.4
El mayor problema es que las campañas electorales terminan presentando a la ciudadanía, aunque con matices, dos proyectos históricos cuya esencia es inherentemente autodestructiva y políticamente funcional a “los progresos constantes del orden capitalista”.5 El conservadurismo no puede sobrevivir ante la avalancha del libre mercado, que desprecia todo valor intrínseco y costumbre que no pueda ser adecuadamente traducido al lenguaje del dinero y el interés egoísta. El socialismo no puede construirse sobre la base de individuos que rehúyen los compromisos de largo plazo y ven en la disciplina un instrumento de control, alabando la diversidad y la apertura de la individualidad soberana como un avance incuestionablemente positivo. Ese es nuestro diagnóstico.
Pocos autores han sido tan influyentes en delinear los contornos de este problema como Christopher Lasch, marxista desencantado y figura icónica del conservadurismo heterodoxo. Observó como pocos, en los últimos años de su vida, las antinomias de la corriente principal del conservadurismo y también de la izquierda, negándose a acatar los límites establecidos en el discurso tradicional, al cual acusaba de estar capturado por “élites rivales comprometidas con ideologías inconciliables”.6 Para Lasch,
la política de la ideología ha distorsionado nuestra visión del mundo y nos ha abocado a una serie de falsas elecciones: entre el feminismo y la familia, [entre] la reforma social y los valores tradicionales, [entre] la justicia racial y la responsabilidad individual. La rigidez ideológica produce el efecto de ocultar las opiniones que tienen en común los ciudadanos, de sustituir los temas sustantivos por temas puramente simbólicos, y de crear una falsa impresión de polarización.7
A través de crudos artículos, dejó entrever el carácter autodestructivo de la izquierda8 y de la derecha,9 mientras desarrollaba su propia crítica más allá de las etiquetas habituales. La reflexión central de Lasch, que resulta de suma importancia para nuestro argumento, es la siguiente: el liberalismo económico atrae al liberalismo cultural, y viceversa.
El propio Jaime Guzmán Errázuriz afirmaba, en plena crisis económica durante la dictadura cívico-militar, que
…es menester arraigar en los chilenos el ejercicio de las libertades económico-sociales [...] El ejercicio por varios años de aquellos espacios de creciente libertad que el actual Gobierno ha generado en el ámbito educacional, de la salud, de la libertad de trabajo y sindicación, de la previsión social y, en general, de todas las actividades económicas o empresariales, resulta imprescindible para que ellas se hagan carne en todos los chilenos, de modo que resulte muy difícil revertimos hacia esquemas estatistas que supongan cercenar libertades que ya se habrán apreciado e incorporado a su vida por cada persona.10
A juzgar por sus demás intervenciones y lo que señala más adelante en el propio texto, Guzmán no creía que aquel ambicioso proyecto de ingeniería social con pretensiones cuasi teleológicas fuese contradictorio con una sociedad civil articulada, guiada por orientaciones normativas comunes y apoyada en un sentido profundo de identidad nacional cristalizado en la importancia de los símbolos patrios y la cultura oficial. La derecha chilena, hasta hace muy poco tiempo, procesó el mensaje y devino guzmaniana en su iteración hegemónica sin cuestionar realmente que aquel proyecto social y político fuese siquiera posible. Analistas como Gonzalo Vial y Tomás Moulian ya daban cuenta, a finales de la década de 1990, de las consecuencias fácticas del “amaestramiento” que postulaba Guzmán: una creciente falta de compromiso con los pares y una lenta (pero notoria) desincrustación de las organizaciones intermedias que mantenían atado al individuo economicista hacia un propósito común. Primero fueron los barrios (derruidos por la pasta base y otros flagelos), luego los partidos políticos y finalmente la Iglesia Católica, que se descalabró con estrépito y pasó, en apenas una década, de identificar a más del 70% de la población a un mero 45%, según datos de la encuesta Bicentenario UC.11 ¿Cómo convencer a los chilenos de aceptar nuevamente una ética con fundamentos supramundanos, o de entregar desinteresadamente su tiempo y esfuerzo a construir organizaciones intermedias dentro de la sociedad civil, si las libertades económico-sociales ya se han “hecho carne” y cualquier intento por orientarlas al bien común implicaría necesariamente “cercenarlas”? ¿Cómo “conservar” a partir de una estructura social y económica que obliga a la vorágine y la debilidad de los vínculos interpersonales?
En el hemisferio izquierdo tampoco parece haber respuestas muy claras. Carlos Ruiz Encina, maestro intelectual de varios líderes frenteamplistas, identifica la evidente contradicción en la matriz guzmaniana al señalar —con inhabitual agudeza— que
…al mismo tiempo que se ‘libera’, el individuo ve recaer sobre sus hombros cada vez más responsabilidades. Claro, en las viejas dependencias que tenía con el Estado, la empresa y la familia, descansaban también mecanismos de socialización, derechos y solidaridades colectivas, en base a las cuales enfrentar las vicisitudes de la vida y su misma proyección. El nuevo panorama, bajo la ausencia de aquellos lazos, instala una incertidumbre constante y omnímoda sobre la vida que la hace un inmejorable motor del sacrificio y la disciplina, la energía cotidiana y la sumisión, al mismo tiempo que desestimula la voluntad de asociación colectiva como vía para encarar esas dificultades de la vida, sus proyecciones y hasta su propio sentido.12
Sin embargo, la solución que ofrece es desoladora: no se trata de reconstruir aquellas estructuras de sentido sino de “aprovechar” las posibilidades que parecen inaugurar sus ruinas, con la “apertura que ello abre a un futuro libre de fuerzas irracionales que actúan, en definitiva, como constricciones a la libertad humana”13 y la posibilidad de “politizar distintas esferas sociales”, a la vez que se abrazan las banderas de la libertad individual y la modernidad, “resignificándolas”.14
Hay aquí ecos de la clásica teleología marxista, según la cual la destrucción capitalista de los valores tradicionales —dentro de la cual “todo lo sagrado es profanado”— abriría el camino para que los seres humanos fueran “forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas”.15 A diferencia de Guzmán, el marxismo que inspira a Ruiz Encina y otros ha sido siempre consciente del potencial avasallador del capitalismo radical, y lo celebra. El problema no es tanto de estrechez reflexiva como de ingenuidad milenarista. Las últimas décadas han mostrado, con particular crudeza, la imposibilidad práctica de construir socialismo a partir de una normatividad común deshecha. Ese es también el corazón de la crítica que hace Michéa a Jacques Rancière, para quien “es necesario distinguir dos figuras de la ilimitación [...] un infinito malo (el de la acumulación capitalista) y, por otro, un infinito bueno (el de la evolución de las costumbres y de las formas contemporáneas de consumo y diversión)”.16 Desde luego, esta radical separación ignora el carácter “dialéctico” del liberalismo y el hecho de que el ser humano presente en la esfera pública está, asimismo, modelado por los principios y valores que han orientado su acción privada: la consabida “pleonexia” de Platón.17 ¿Cómo armonizar la búsqueda de la libertad individual absoluta, soberana y libre de “constricciones”, con las necesarias exigencias que plantea la construcción de una sociedad sin clases, donde los medios de producción estén bajo propiedad colectiva y cada persona pueda experimentar la bendición de una vida plena? ¿No requiere acaso esa tarea, tan quijotesca como parece, un sentido de compromiso social elevado y responsabilidad con el devenir del otro, lo cual obviamente impone restricciones a la propia libertad? Si, como decía Aneurin Bevan, “la única esperanza de la humanidad es el socialismo democrático”,18 ¿a qué se debe tal desprecio hacia la búsqueda de la virtud, el rigor y el autodominio como base de la auténtica libertad?
La reflexión política actual, desde ambos extremos, es un sofisticado y perpetuo esfuerzo por cuadrar el círculo, intentando maquillar y dotar de un significado “conservador” o “socialista-emancipatorio” al avance económico y cultural del liberalismo absoluto, empresas irremediablemente dirigidas hacia el fracaso. Y es así como ambos sectores políticos, al defender una política “fusionista” apoyada en la empaquetación de consignas políticas contradictorias, erosionan sistemáticamente las condiciones de posibilidad y las bases antropológicas necesarias para el ideal de sociedad que promueven. Con los proyectos de futuro convertidos en un recocido de grupos de interés, la política pierde su capacidad de interpretar las sensibilidades populares y se vuelve incapaz de resolver las conflictividades que surgen en la deriva neoliberal19 e individualista del capitalismo moderno. Y Chile, por supuesto, no es la excepción.
James Mumford, Vexed. Ethics Beyond Political Tribes (Londres: Bloomsbury, 2020).
También citado como “reaganismo”, el término refiere a la alianza política entre conservadurismo social y liberalismo económico, puesta en jaque luego de la irrupción exitosa de Donald Trump.
Mumford, Vexed, 129.
Diego Fusaro, La destrucción capitalista de la familia. Nomos. Recuperado de https://nomos.com.ar/2019/04/21/la-destruccion-capitalista-de-la-familia-articulo-inedito-de-diego-fusaro/
Jean-Claude Michéa, El imperio del mal menor (Santiago: IES, 2020), 103.
Christopher Lasch, La rebelión de las élites (Barcelona: Paidós, 1998), 100.
Ibídem.
Lasch, “Why The Left Has No Future,” Exchange (1991). Recuperado de https://www.tikkun.org/nextgen/wp-content/uploads/2011/12/Why-the-Left-Has-No-Future.pdf
Lasch, “Conservatism Against Itself,” First Things (1990). Recuperado de https://www.firstthings.com/article/1990/04/conservatism-against-itself
Jaime Guzmán, “El sentido de la transición,” Realidad N°38 (1982).
Sergio Rodríguez, “Somos un país católico,” La Tercera, 23 de noviembre de 2020. Datos actualizados (2021) muestran una caída aún más profunda, hasta el 42%.
Carlos Ruiz Encina, De nuevo la sociedad (Santiago: LOM, 2015), 112.
Ibídem, 198.
Ibíd., 205.
Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista.
Michéa, El imperio del mal menor, 104.
Platón, La República. Libro I.
Aneurin Bevan, Statement. 23 de abril de 1951, Cámara de los Comunes.
La distinción entre liberalismo y neoliberalismo es resbaladiza y materia de debate permanente en la teoría política. Aquí la comprendemos en los términos de Lind, según los cuales el neoliberalismo histórico “es una síntesis del liberalismo económico de la derecha libertaria y el liberalismo cultural de la izquierda bohemia-académica”. En Michael Lind, The New Class War (Londres: Portfolio, 2020), 49.