El giro laschiano
Texto escrito en octubre de 2020 e inspirado en el intelectual norteamericano Christopher Lasch, a propósito de la confusión política dominante y el rol de las nuevas élites progresistas.
Texto publicado originalmente en Medium, el 20 de octubre de 2020.
Chile es, y siempre ha sido, una sociedad profundamente dividida por grietas y clivajes sociales que se extienden hasta lo más hondo del espíritu nacional. Nuestro origen mestizo, consecuencia inapelable de la desigualdad racial, revela directamente la trascendencia de aquellas divisiones que estructuran, hasta el día de hoy, nuestra cultura, economía y sociedad. Las élites, peninsulares en un comienzo, luego criollas y burguesas, construyeron desde el primer momento sus propias instituciones, en base a una diferencia adscrita que paulatinamente se despojó de su fundamentación étnico-racial para convertirse en lucha de clases, pura y dura. La emergencia de la “cuestión social”, apelativo de carácter inicialmente peyorativo que refleja la perplejidad de las élites ante la visibilización de las contradicciones sociales, sacudió por primera vez este panorama: las élites se vieron obligadas a reconocer, tardíamente, que formaban parte de un mismo cuerpo social y a adaptar sus actitudes e instituciones conforme a aquel reconocimiento.
Más allá de las precisiones historiográficas, se trata de un hito cuya relevancia se extiende hasta nuestros días. Por vez primera, la élite se vio cargada de responsabilidades; por su propia supervivencia en parte, pero también en respuesta al novel influjo de la Doctrina Social de la Iglesia, que condenaba el aislacionismo de clase y la actitud insensible de las élites, que seguían a Cristo pero adoptaban la posición del sacerdote judío y el levita en la parábola del buen samaritano: mirar, dar media vuelta y desentenderse del problema. Simultáneamente, los grupos más radicalizados de la élite abrazaban el anarquismo y salían de las universidades para entrar en contacto directo con los pobladores, formando grupos de ayuda mutua e involucrándose en las carencias sanitarias, educacionales y culturales del pueblo. El privilegio se comenzaba a percibir como arbitrario e injustificado; sea desde una perspectiva cristiana o marxista, nacer en una posición aventajada acarreaba la obligación de poner la vida propia al servicio de los invisibles, que representaban (y siguen representando) una vasta mayoría de la población chilena.
En una política crecientemente definida según fronteras de clase, cada vez más hijos de la burguesía rompían con su herencia liberal-conservadora y fundaban organizaciones señeras como la Falange Nacional, la Democracia Cristiana, el MAPU y el MIR —por nombrar a las más emblemáticas—, que encarnaban trágicamente el espíritu de época de una élite volcada a la persecución de los cambios sociales. Fue ese sentido de responsabilidad de la élite, sumado a la movilización impenitente de las clases subalternas, que impulsó las oleadas reformistas y revolucionarias de los años sesenta y setenta. En su versión más extrema, las élites estaban dispuestas a dar la vida por un ideal humanista: sus objetivos y luchas personales eran insignificantes ante la emancipación del pueblo trabajador. El paraíso soñado era una comunidad de iguales, donde existiesen valores compartidos y la cultura popular fluyera por todos los rincones del territorio nacional. En ello convergen el socialismo comunitario (Frei) y marxista (Allende): el diagnóstico de una sociedad resquebrajada, carente de orientaciones comunes y fines trascendentes establecidos de manera colectiva. La solución, sea cual fuere, no pasaba jamás por crear instituciones separadas para aislar a los distintos grupos e individuos; por el contrario, se apuntaba a la realización de una vida en común, donde los espacios de encuentro fuesen la regla y no la excepción, valorando y validando la dimensión ritual de la experiencia colectiva.
No sorprende, entonces, que el proyecto de la Unidad Popular esté tan cargado de referencias al Evangelio y al honor patriótico. Los intelectuales orgánicos del proyecto allendista, afanados en leer y releer a Marx, Engels y sus interminables diatribas contra la religión y el sentimiento nacionalista, jamás pusieron en cuestión la autenticidad o valor intrínseco de la subjetividad popular en las cuales aquellos valores se asentaban en Chile. Parafraseando a Gramsci, la revolución chilena fue, en algún sentido, la auténtica “revolución contra El Capital”: popular, democrática y socialista, pero no progresista. Asentada en valores de dignidad universal y subjetividad local, no en categorías analíticas desarraigadas. Así como Quilapayún recordaba en sus canciones “al soldado valiente, cuya entrega lo hiciera inmortal” y Víctor Jara componía la inolvidable “Plegaria a un labrador”, la UP nunca se planteó una revolución de los valores culturales, sino extraer su contenido emancipatorio y ponerlo al servicio de la construcción de la nueva sociedad.
La lucha contra la dictadura cívico-militar y la transición democrática también se empaparon de aquel espíritu. Patria, cristianismo y vocación de servicio: compromiso con el prójimo, con su dignidad inalienable, fruto de la gracia de Dios. Las élites que se involucraban en el conflicto político abierto lo hacían, en su mayoría y al menos en los sectores reformistas, desde la entrega y la voluntad de servir a quienes no tuvieron las herramientas para formar parte de aquellos procesos. El deseo de figuración, nunca ausente, pasaba por demostrar un compromiso inflexible con las necesidades y urgencias de la clase trabajadora, no por alejarse de ella; de allí el auge de iniciativas como los trabajos voluntarios, Un Techo Para Chile y las misiones pastorales, que formaron a generaciones completas de élites políticas y culturales comprometidas con objetivos de reforma social.
Así era, al menos, hasta hace algunos años. Las élites chilenas, sin apenas advertirlo, dieron un giro fundamental en la orientación de su actividad política y social: abandonaron la responsabilidad cristiano-marxista con las necesidades del prójimo y el sentido de entrega, para reemplazarlo por la negación absoluta de todo deber moral o autoridad exterior, buscando la realización sin alejarse de los aún estrechos límites de la élite ilustrada. Tal como el emperador Trajano en “Memorias de Adriano”, la élite chilena, presionada por las contradicciones de la modernidad tardía, había llegado al momento en el cual “…se abandona a su demonio o a su genio, siguiendo una ley misteriosa que le ordena destruirse o trascender”.1 La élite ilustrada chilena, en su versión acomodaticia y defensora de sus intereses, pero sobre todo en su expresión liberal-progresista, se entregó a su demonio: la soberanía individual como única ley y la imposición arbitraria de valores culturales.
A este fenómeno, aún incipiente y cuya estructura es difícil de delinear más allá de los contornos, es lo que he denominado “giro laschiano”: la pérdida de la corresponsabilidad moral como elemento fundamental de la actividad política de las élites. La inspiración conceptual viene de Christopher Lasch, historiador norteamericano, marxista desencantado —como muchos otros de la tradición comunitarista— y socialista conservador. Su último libro, publicado de manera póstuma en 1995, se titula “La rebelión de las élites y la traición a la democracia” —es, además, el único traducido al español, editado por Paidós—. Invirtiendo el esquema lógico de José Ortega y Gasset, quien acusaba a “las masas” de ser un lastre para la convivencia social dado su egoísmo e incultura, Lasch apunta a las élites como culpables de desgarrar el tejido social y la vida cívica: en sus palabras, “se han apartado de la vida corriente”.2 Sin etiquetas o categorías históricas que les aten a sus conciudadanos (qué mejor ejemplo que la antojadiza definición de Chile como un “ex-país” por algunos de sus referentes), encuentran la justificación perfecta para perseguir sus fines en total autonomía y sin aplicar consideraciones de carácter societal o ético-moral.
Las élites ilustradas posmodernas, conformadas por hijos rebeldes de la vieja burguesía y algunos de los beneficiarios de las escasas políticas de movilidad social de las últimas décadas —quienes no pertenecen necesariamente a la clase alta en un sentido socioeconómico, pero cuyo paso por la educación superior les convierte necesariamente en parte de la élite cultural ilustrada—, han encontrado en las guerras culturales del capitalismo anglosajón la excusa perfecta para desentenderse de los valores comunitarios y convertir la acción política en una vía de expresión para el hedonismo, el desapego cultural y la reivindicación manifiesta y desenfadada de la soberanía individual. Es cosa de prestar atención a las campañas políticas universitarias de la última década: la preocupación se ha trasladado desde las necesidades de la sociedad en un sentido más amplio —siempre ligadas a las urgencias de la clase trabajadora— hasta la propia expresión soberana.
Ya no es necesario cruzar Santiago, llamar a puertas desvencijadas y caminar sigilosamente por callejuelas desconocidas para encontrar la opresión: esta se encuentra ahora disponible en todas partes, incluso en los lugares icónicos de la desigualdad social. Las universidades, pináculo absoluto de la superioridad material y cultural en una sociedad meritocrática, se llenaron repentinamente de activistas cuyo fundamento de acción política no era la entrega al prójimo, al distinto, sino a sí mismos y quienes compartiesen sus rasgos identitarios. Lejos han quedado los tiempos donde los universitarios “revolucionarios” faltaban a clases —sin exigir paros— para participar en la expropiación de latifundios o la toma de terrenos en las afueras de la capital. La revolución se construye ahora desde la propia identidad, sin necesidad de dejar atrás las cómodas paredes del hogar, el colegio o la universidad. Incluso la misma universidad se ha convertido, paradójicamente, en un espacio de opresión: las paralizaciones son cada vez más recurrentes e injustificadas, obligando a recortar contenidos y mermar irremediablemente la calidad del aprendizaje. ¿Qué diría Salvador Allende, el mismo que instaba a los jóvenes izquierdistas a poner los estudios como prioridad, para así dar cuenta de sus privilegios y convertirse en buenos profesionales capaces de servir a la revolución proletaria, que no la hacían ellos sino los trabajadores? Probablemente hoy sería repudiado por ignorar la “salud mental” de cada persona, y subsumir la esfera personal ante la esfera política. ¿O Jesse Jackson, uno de los primeros afroamericanos en disputar con posibilidades reales la presidencia de Estados Unidos, para quien no se trataba de reclamar por lo que no se tenía, sino de usar lo que se tenía? Las élites chilenas han abandonado ese predicamento, si alguna vez lo tuvieron. Porca miseria.
Pablo Ortúzar, en un ensayo de reciente publicación, ofrece al peregrino como figura arquetípica de un futuro poscapitalista.3 El peregrino se cobija en una realidad situada, perfectamente consciente de aquellos que vinieron antes de él y quienes vendrán después; viaja solo y acompañado, pero siempre dispuesto a ser apoyado por otros. En cambio, para Lasch el paradigma de las élites posmodernas es el turista, una perspectiva que, en sus propias palabras, “difícilmente puede suscitar una devoción apasionada por la democracia”.4 A diferencia del peregrino, el turista no busca anclar un sentido de pertenencia o someterse a valores compartidos; simplemente va donde sus bajos instintos le indiquen y su capacidad material (usualmente holgada en el caso de las élites) le permita. Empapado de un espíritu cosmopolita, el turista recoge lo mejor de sus viajes y se queja con disgusto del “atraso” y la “ignorancia” de sus coterráneos. Considera que sus valores son inferiores, reaccionarios y deben ser exterminados de la sociedad. No observa nada valioso en la cultura popular y la estabilidad de las comunidades, por lo que celebra la inmigración libre y aboga por legalizar las drogas, a la vez que desoye el clamor por robustecer la seguridad pública y evitar una “privatización” del monopolio de la violencia, como la que ya se observa en algunos sectores marginales. (Por supuesto, el liberal-progresismo anglosajón ha ido incluso más allá, exigiendo el desfinanciamiento de las policías aún a costa del incalculable perjuicio social de una medida semejante, cuya descripción profunda excede este espacio.)
La importación de categorías de opresión completamente ajenas a la realidad chilena es otro ejemplo del carácter turista de la élite ilustrada. Insiste majaderamente en racializar los conflictos, clasificar según una identidad esencial a quienes forman parte de la cohorte anglosajona de los “baby boomers”, y combatir una estructura familiar “opresiva” que nuestro país nunca conoció como tal. Buscan despojarse de toda herencia y forjar su propio destino, al margen de todo compromiso con sus antepasados y su progenie, como escribe Lasch. No distinguen entre lo personal y lo político, convirtiendo hasta la más insignificante de las nimiedades en algo equivalente a los problemas estructurales de la sociedad de clases. No hacen política como tal —ya que eso significa, claro, someterse a estructuras representativas y objetivos colectivos que no necesariamente se compartan del todo; una concesión a todas luces inaceptable—, y cuando la hacen, la fundamentan exclusiva o principalmente en la experiencia personal. Sus discursos siempre hablan del “yo” o “aquellos como yo”. Otro ejemplo del carácter turista se encuentra en el auge del “lenguaje inclusivo”. Emulando nuevamente las tendencias del mundo anglosajón, las élites ilustradas han inventado un lenguaje nuevo, modificando de manera artificial letras, significados y pronunciaciones, despojando a la comunidad de su gramática común más esencial. Tal y como le recriminaba Pier Paolo Pasolini a los jóvenes revolucionarios italianos,5 sucede que el pueblo chileno ya tiene un lenguaje: ignorarlo, y aún peor, apuntar con el dedo a quienes no adoptan la gramática de las élites ilustradas, es una demostración inconmensurable de desprecio de clase. Aquí se equivoca Ortega y Gasset, y acierta dolorosamente Lasch. No son las masas las que sacuden el orden social e impiden toda posibilidad de convivencia, en base a exigencias antojadizas que la sociedad no es capaz de cumplir. Son las élites.
Lasch identifica la “ingratitud radical” como uno de los rasgos decisivos de las élites ilustradas.6 El argumento es más o menos así: no es tan fácil desentenderse de las contradicciones de una sociedad cuando los privilegios históricos son tan evidentes. En cambio, en el contexto de una sociedad meritocrática donde las posiciones sociales no son necesariamente inamovibles —al menos en teoría—, aquel sentido de responsabilidad desaparece. Aún más: la emergencia de infinitas categorías de opresión permiten apelar con facilidad a las propias “desventajas”, profundizando la idea de que, pese a pertenecer a una élite cultural, el individuo “no le debe nada a nadie”. Ni a sus padres —viejos y conservadores—, ni al Estado —opresor—, ni al resto del “ex-país”. Al contrario, es la sociedad la que está en deuda con él, y debe responder inmediatamente sin hacer cuestionamientos. Esta difusión de la percepción de desigualdades “fortalece el principio de jerarquía”, al volver menos urgente (e incluso improcedente) la admisión y combate de la propia estructura de clases. La élite, como en la “noble mentira” de Platón,7 se convence a sí misma de que no es tan urgente acabar con su condición; sea porque no es tan relevante, o porque, al cabo, ¡no somos élites, si estamos tan oprimidos!
Este último año, el estallido social chileno encontró a las élites ilustradas en plena metamorfosis. Por un breve momento, sirvió para recordar la centralidad de la dimensión material de las desigualdades —trágicamente expresadas en la subida del pasaje de Metro, un golpe artero y directo a los bolsillos de la clase trabajadora—, pero rápidamente fue capturado por élites ilustradas que introducían sin tapujos su agenda propia bajo la excusa de estar representando al “pueblo”. La desconexión entre los manifestantes y el pueblo real, ya avistada en la destrucción impune de locales comerciales y servicios de utilidad pública, alcanzó el paroxismo el día 18 cuando, ante la mirada exultante del “pueblo movilizado” y la reacción impávida del pueblo real, los autodenominados “representantes del pueblo” decidieron que era menester prender fuego no a una, sino a dos iglesias, profanando sus imágenes sagradas y festejando orgullosamente el hecho. (La ridícula idea de que los incendios fueron causados por las propias fuerzas de orden, tan irrisoria como inconsistente, no merece siquiera ser considerada.) No importa que una vasta mayoría de la población chilena se defina como cristiana, ni que la minoría de ateos se concentre casi exclusivamente en los sectores ilustrados.8 No importa que las iglesias funcionen como refugio para las personas en situación de calle, para adictos hasta el punto de la disfuncionalidad —una realidad completamente ajena a los sectores “movilizados”, que consideran la droga como un elemento de rebeldía— o para animales sin hogar. Nada de eso importa, solamente la convicción —propia, individual, subjetiva, absolutamente desentendida del significado colectivo de las cosas— de que “la única iglesia que ilumina es la que arde”.
La reacción de vastos sectores de la izquierda reveló con inusitada claridad sus verdaderas intenciones. Si esta izquierda, compuesta —no exclusivamente, pero sí desproporcionadamente— por sectores de la élite ilustrada, realmente se preocupara de las sensibilidades, miedos y anhelos de la clase trabajadora chilena, no podría despreciar el catolicismo y la profanación de símbolos sagrados como lo hace. Cualquier estudio muestra, fuera de toda duda razonable, la persistente relevancia de la dimensión ritual y religiosa en el pueblo chileno, especialmente en los sectores marginales. Pero nuestra élite liberal-progresista vive en su propio mundo, ajeno a cualquier valoración de la moralidad popular —aquello que el nunca bien ponderado George Orwell llamase common decency—. No camina, flota. Es un turista, que anhela trasplantar los valores culturales que ha observado en sociedades agnósticas y terminar por decreto con la masividad del sentimiento religioso en Chile. Dado el creciente poder de estas élites, tanto en la “calle” como en la academia y las instituciones, parece ser que sólo nos queda recorrer el camino que ya trazó Jean-Claude Michéa en la sociedad francesa, Diego Fusaro en la sociedad italiana, Maurice Glasman en la sociedad británica y Patrick Deneen en la sociedad estadounidense: un liberalismo económico aplastante, donde la colonización del mercado no solamente se extiende a los servicios públicos sino a la experiencia amorosa y familiar; edulcorado por un liberalismo cultural que mantenga satisfechas a las élites ilustradas, que les permita declamar sus crecientemente incoherentes discursos de opresión y desvaríos identitarios, protegiendo su sagrada soberanía individual (aún a costa de vidas ajenas) y borrando del mapa todo rastro de una gramática común, y toda posibilidad de convertirnos, de una vez por todas, en una sola sociedad y una sola comunidad.
¿Hay otro camino? Quizás. Lasch decía que una de las características elementales que definen a las élites posmodernas es su voluntad de forjar instituciones propias, al margen de aquellos que consideran “atrasados” o no comparten sus valores liberal-progresistas.9 Eso es un primer obstáculo a evitar: toda solución, todo proyecto de país, debe involucrar al conjunto. Sin menospreciar a nadie, ni por su clase, género, ni raza, pero tampoco por su escala de valores, sus creencias religiosas o sus ideas políticas. Un diálogo auténticamente transversal, del cual el proceso constituyente puede ser la primera piedra. También debe comprenderse que no es posible pensar en cambios de largo plazo sin intervenir, directamente y sin anestesia, en lo más profundo de la estructura social, política y económica del país. Para eso se necesita de la ayuda indispensable del Estado, aquel “Dios mortal” que debe apuntar no solo a protegernos de nosotros mismos, sino a generar las condiciones básicas para una convivencia saludable, dando espacio luego a la autogestión de las comunidades. Necesitamos también mejores élites, que no piensen en sí mismas y se entreguen al servicio de la causa común, sea desde una perspectiva marxista o socialcristiana. Necesitamos un pueblo auténticamente movilizado, desde sus diferencias, dispuesto a involucrarse en los procesos políticos, económicos y sociales. Que las distintas instituciones sean espacios de encuentro, donde existan amistades más allá de las diferencias de clase, etnia y género; donde el espíritu festivo de celebración en comunidad se extienda al conjunto de la experiencia colectiva; donde podamos reconocernos en nuestros símbolos patrios, hablemos el mismo lenguaje y podamos definir entre todos cuáles son las líneas que no se pueden cruzar. Para el atribulado Estados Unidos que describe Lasch, quizás ya es demasiado tarde: el giro se ha consumado y con él, toda posibilidad de concordia fraternal y propósito común. Quizás para nosotros también es tarde, y no queda más que administrar una sociedad irreversiblemente fracturada y enemistada, con unas élites laschianas incapaces de dirigir el barco, pero también sin voluntad de soltar el timón. Quizás la idea de una nueva Constitución, o la idea misma de un nuevo pacto social basado en valores compartidos y diálogo democrático, sea utópica e irrealizable. Quizás. O quizás no. La historia nos abre una ventana para averiguarlo, y debemos estar preparados para ponernos al servicio de algo mucho más grande que nosotros mismos.
Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1999).
Christopher Lasch, La rebelión de las élites y la traición a la democracia (Barcelona: Paidós), 46.
Pablo Ortúzar, Después de la soberanía individual. Apuntes para un poscapitalismo peregrino. En C. Alvarado (Ed.), Primera persona singular (Santiago: IES, 2019), pp. 135-158.
Lasch, La rebelión de las élites y la traición a la democracia, 15.
Pier Paolo Pasolini, ¡El PCI para los jóvenes! En E. Nicotra (Ed.), Pier Paolo Pasolini: Empirismo herético (Córdoba: Brujas, 2005).
Lasch, La rebelión de las élites y la traición a la democracia, 42.
Patrick Deneen, ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? (Madrid: Rialp, 2018), 152.
Encuesta Nacional Bicentenario, Religión (Santiago: Pontificia Universidad Católica, 2019).
Lasch, La rebelión de las élites y la traición a la democracia, 26.