Decálogo para un conservadurismo centennial
Pocas cosas son más urgentes que una ética de la virtud reformulada para las generaciones jóvenes. Más allá del tradicionalismo reaccionario y el progresismo atomista, hay un proyecto por construir.
La generación que hoy amanece al mundo y toma conciencia de su entorno social es, por razones obvias, muy diferente a las anteriores. En los últimos treinta años, no solamente el panorama político y la estructura de nuestras economías ha cambiado drásticamente, sino también el carácter mismo del comparecimiento del ser humano ante la vida colectiva. El advenimiento de la interconexión digital, que amenaza con terminar para siempre con la separación dicotómica entre vida pública y privada; el acceso prácticamente universal a tecnologías de la información y comunicación que eran hasta hace sólo algunas décadas materia de ciencia-ficción; la necesidad de estar siempre presente, alerta, destacando por encima de los pares. Las redes sociales exigen la creación de un perfil individual, cuya información personalizada sirve a la creación de una realidad crecientemente atomizada. A su vez, el desarraigo forzoso de las antiguas formas de socialización comunitaria y la entrampada búsqueda de otras nuevas —porque, lo sabemos, la sociabilidad es parte constitutiva de la naturaleza humana— se ha visto acelerada por las restricciones sanitarias derivadas de la pandemia, que han vuelto la interacción presencial un bien escaso y dolorosamente limitado. Vivimos en un mundo “inaprensible, multitudinario y traslaticio”, como el fantasma de Vargas Llosa.1 Una realidad donde todo parece estar en juego cada día, incluso lo más esencial; donde hasta los símbolos más sagrados parecen no resistir apenas un ciclo de malestar social concentrado; donde, a fin de cuentas, todo resulta contingente y nada es universal.
Para el sociólogo alemán Hartmut Rosa, la modernidad tardía se constituye en una experiencia de aceleración, que desajusta constantemente los parámetros funcionales y normativos que dominan la existencia humana, obligando al sujeto a desprenderse de todo compromiso universal para evitar la “anacronización”. Esta necesidad de adaptación permanente lleva a establecer una relación apenas instrumental con el entorno social, lo cual redunda en una experiencia de alienación que se extiende no solamente al trabajo, sino a todos los aspectos de la vida.2 Aquello destruye el mundo de la vida cotidiana figurado en teorizaciones previas: los horizontes de sentido alojados en el acervo común ya no permiten orientar la vida como antes; los conocimientos allí alojados devienen obsoletos en tiempo récord y la necesidad constante de explicitación parece no dar abasto.3 No sabemos qué hacer, ni cómo actuar. Si las normas sociales cambian según pasan los días, es fácil llegar a la conclusión de que —operativamente al menos— no existen tales normas.
Cierta teoría social y política, por ventura quizá, ha entrado en una estrecha dialéctica con este espíritu de época: el pensamiento hegemónico enseña que todo lo adscrito encuentra su fundamentación última en relaciones de poder, o en mera contingencia. Lejos ha quedado la tríada platónica de verdad, bien y belleza, valores esenciales que guían el desarrollo humano y se justifican en sí mismos. Incluso las teorías contractualistas —aunque menos caóticas— se plantean a partir de un diagnóstico de los valores, normas y principios como contingencia y, desde Hobbes hasta Rawls, siempre ligados a la persecución del interés racional por parte de sujetos que se “encuentran” ante la sociedad. Estas elaboraciones entroncan con la experiencia de la vida cotidiana en cuanto tal: todo escenario de interacción es un campo de lucha o un deporte de combate, para decirlo en términos de uno de sus exégetas más reconocidos.4 Si lo personal es político y el lenguaje crea realidades, la vida se convierte en un ejercicio permanente de cuestionamiento y examinación, sin referencias comunes en las cuales se pueda descansar y construir algo más robusto, “más molecular”.5
Si creemos, con Alasdair MacIntyre, que la deliberación pública actual es inconducente en función de la pérdida de significado de las expresiones morales y que el lenguaje mismo de la moral como acervo común ha pasado “de un estado de orden a un estado de desorden”, podemos identificar también la época actual con una fragmentación similar a la que conjetura el autor en la célebre metáfora que abre su magnum opus.6 En ella, un movimiento político radical ha destruido todo el conocimiento teórico y material acumulado por las ciencias naturales; la humanidad, sumida en el olvido de tales intuiciones, no tiene más alternativa que ejecutar una restauración imprecisa —y sumamente disfuncional— a partir de los fragmentos del orden tradicional.
En tal cultura, los hombres usarían expresiones como «neutrino», «masa», «gravedad específica», «peso atómico», de modo sistemático y a menudo con ilación más o menos similar a los modos en que tales expresiones eran usadas en los tiempos anteriores a la pérdida de la mayor parte del patrimonio científico. Pero muchas de las creencias implícitas en el uso de esas expresiones se habrían perdido y se revelaría un elemento de arbitrariedad y también de elección fortuita en su aplicación que sin duda nos parecería sorprendente. Abundarían las premisas aparentemente contrarias y excluyentes entre sí, no soportadas por ningún argumento.7
La época contemporánea, en su aceleración envolvente del ritmo de vida y su pérdida de referencias normativas, está definida por la desintegración ético-moral. Esto es particularmente evidente al tratarse de la deliberación política, cuyos discursos parecen seguir al pie de la letra —y de manera cada vez más fiel— el guión de MacIntyre, alcanzando su clímax en las incendiarias alocuciones de la Convención Constitucional, hasta el absurdo de tener a una de sus integrantes pidiendo “perdón” a organizaciones afines por la sola presencia —legítimamente dispuesta por la ciudadanía y los mecanismos democráticos existentes— de un convencional cuya estatura moral se considera insuficiente y su postura, inaceptable.8
Sin embargo, hay una expresión menos mediática, pero incluso más trascendente, de aquella desintegración. Ella dice relación con nuestra actitud frente al mundo; el sentido de nuestros actos y la justificación que somos capaces de adosar a ellos; la manera en cómo evaluamos moralmente no sólo grandes argumentos sobre la justicia y la reparación, sino también escenarios propios de la cotidianeidad. Nuestra generación, que abre su existencia en la última década del siglo pasado, no conoce otra realidad moral que la fragmentación de MacIntyre. La caída en desgracia de la Iglesia Católica, quizá el último referente moral más o menos legitimado en nuestra sociedad, solamente acentuó —en buena hora, dirán algunos— la sensación de desapego. Y sería fácil, por supuesto, correr al encuentro de las antinomias y quedarse a vivir en el archipiélago moral de la modernidad tardía, centrando nuestros debates —si los hay— en grandes argumentos de acuerdo a la realidad y los intereses que en ella se entrecruzan. La sola idea de una restauración de lo común, fraguada desde la propia conciencia moral y la voluntad de autodominio, parece un atavismo de épocas antiguas, sobrepasadas por la necesidad de “cuestionarlo todo”.
La idea que aquí comienza a deslizarse, primordial y embrionaria, es la de una ética de la virtud adecuada a los tiempos modernos. Un esbozo de propuesta para la orientación moral del espíritu, diferente al que plantea el tradicionalismo reaccionario y el progresismo liberal hipertrofiado. Son valores y principios que reconocen la existencia de un bien objetivo, así como la necesidad de trascender el carácter instrumental de las relaciones humanas; que valoran el respeto, la sobriedad de carácter y el disciplinamiento de las pasiones; que prometen una vida menos autónoma, pero justamente por ello más libre.
En vista del fracaso manifiesto del amplio consenso liberal, es evidente que debemos buscar una política distinta y un ethos social diferente. No se trata solamente de vincular derechos a responsabilidades, sino también de solidaridad y subsidiariedad. En esta línea, la verdadera alternativa al liberalismo involucra simultáneamente un mayor grado de igualdad en el terreno económico y un conservadurismo social actualizado, despojado de prejuicios opresivos e injustificables contra mujeres y grupos minoritarios, así como de la intolerancia hacia las excepciones y complicaciones de la realidad. Al mismo tiempo, [esta alternativa] rechaza la tiranía de la excepción que busca ser reconocida como universal, otorgando un valor trascendente a la lealtad y sentido de pertenencia dentro de la familia —sea o no “tradicional”—, la comunidad y el entorno local.9
Este decálogo no es la culminación de una serie de reflexiones, ni menos el resultado final de una propuesta teórica enteramente consistente y adecuadamente trabajada. Es, con suerte, una compilación de intuiciones morales provenientes del diagnóstico antes presentado: ideas para dirigir nuestro actuar en el mundo de manera distinta a lo que dictan los dogmas —tanto el que muere como el que amanece10—, que sean inteligibles para las generaciones jóvenes —como la mía— y susciten en ellas una discusión honesta sobre los fundamentos de nuestra acción política, pero también de nuestra vida cotidiana. Con algo de suerte, algunos de estos preceptos llegarán a ser aceptados por algún lector o lectora inicialmente reticente, y la idea de un conservadurismo centennial dejará de sonar inverosímil para convertirse en una posibilidad digna de ser abordada; un hilo digno de ser tirado.
I. Cultivar un sano escepticismo frente a la expansividad de los nuevos dogmas políticos y socioculturales; dudar de aquellos discursos que afirman querer “cambiarlo todo”, sin detenerse en la consistencia interna de aquellos programas ni en sus condiciones materiales de posibilidad.
Los cambios sociales, en general, implican priorizaciones y trade-offs. Lograr avances significativos en un área, por una cuestión meramente de capacidad orgánica, implicará desatender momentáneamente otras agendas y aquello no es necesariamente malo. Como dice Mark Lilla, “no todo es un asunto de principios — e incluso cuando algo lo es, emergen siempre otros principios de igual importancia que tendrán que ser sacrificados para preservar el primero. Los valores morales no son piezas de un puzzle; no han sido prefabricados para encajar a la perfección”.11
De igual manera, se debe poner atención a las inconsistencias en cada discurso: ¿es realmente coherente una cosa con la otra? ¿Es siquiera posible “cambiar todo” al mismo tiempo, en un sentido político, material e incluso antropológico? Más aún, ¿tiene sentido hacerlo? ¿No hay, acaso, contradicción entre una política que equivale virtualmente a tener las fronteras abiertas12, y otra de universalización de los servicios públicos? ¿Es consistente defender a rajatabla el libre mercado y, a la vez, quejarse por una presunta deriva individualista de la moral pública? Debemos aceptar el debate, cuanto menos. Los package deals de la modernidad tardía, para utilizar la expresión de James Mumford13, no pueden ser un obstáculo para la reflexión o la concordia entre iguales.
II. Entender que la sociedad no está en deuda con nosotros; en cambio, somos nosotros quienes estamos en deuda con ella. Todos los derechos implican deberes.
La crítica a la meritocracia ha sido una constante en los trabajos críticos del neoliberalismo durante los últimos años. Uno de sus intérpretes más célebres, Michael Sandel, argumenta en su último libro que la erosión del tejido social generada por las dinámicas del capitalismo liberal-meritocrático14 se expresa con especial claridad entre aquellos que han sido favorecidos en términos relativos; estos, al sentirse merecedores de su éxito, se deshacen de cualquier sentido de responsabilidad cívica.15 La principal novedad en esta crítica —que ya había sido articulada en términos similares por Christopher Lasch en un profético libro póstumo16— es que golpea no solamente a la élite económica y la cerrada defensa de sus intereses de clase, sino también a las élites culturales progresistas que hoy se agolpan en los campus universitarios del hemisferio occidental exigiendo una transformación radical e inmediata de los valores culturales. El ejercicio psicoanalítico es sencillo: las élites, sean de la índole que sean, requieren de un relato para justificar la persecución abierta de sus intereses constreñida usualmente por los sentimientos de culpa, responsabilidad cívica o common decency.
Matthew Crawford, en un breve pero iluminador ensayo, desliza que algunos dogmas del progresismo cultural cumplen, en este mismo sentido, un rol equivalente al de la teoría del “chorreo” en la élite económica: “Si la nación es fundamentalmente racista, sexista y homofóbica, yo no le debo nada”.17 Esta desconexión, a la larga, deriva en un progresivo desapego respecto a la misma sociedad que le permitió a la persona en cuestión alzarse como parte de la élite. Crawford lo ejemplifica con el conflicto racial norteamericano —cuestión que, no está de más recalcar, poco tiene que ver con nuestros dilemas locales— pero el modelo puede extenderse sin problemas a otros fenómenos. Por ejemplo, los trabajos voluntarios pierden sentido, ya que se estaría ayudando a “parchar” las falencias de un modelo intrínsecamente putrefacto mediante el “asistencialismo”; solamente el activismo nacido de la propia experiencia es un vehículo legítimo para la transformación social.
El punto clave es que el discurso progresista hegemónico, tal como el liberalismo económico que enarbola la élite económica, le resulta funcional a las élites para desentenderse de su compromiso fundamental: devolver aquello que se ha recibido. Para ello, por supuesto, se requiere la vida entera. La propia existencia es un regalo invaluable, y los dones que hemos recibido nunca estarán a la altura de todo lo que hemos heredado sin apenas percatarnos: desde la casa —que no compramos nosotros— y las calles —que no asfaltamos nosotros— hasta los afectos familiares —que no hicimos nada para merecer—. Nuestra deuda con la sociedad aumenta conforme vamos ascendiendo en la escala social, económica y cultural; pero casi siempre existe de todas formas. Ese es el fundamento irracional e invisible de nuestra vida común. La cultura de la victimización18, trágicamente expuesta en sus contradicciones por el escándalo de Rodrigo Rojas Vade, es una herramienta muy útil para que las élites se desentiendan de la deuda moral que inexorablemente acarrean. La tarea de un conservadurismo nuevo es desterrar el narcisismo político y contrarrestar el impulso inmovilista e inconducente que produce el ensimismamiento de las élites.
III. Defender la necesidad y virtud intrínseca en las relaciones sustantivas entre las personas, especialmente en lo que refiere a la interacción amorosa.
Esto significa, ante todo, orientar nuestras acciones hacia principios que vayan necesariamente más allá del placer inmediato. Por supuesto, se trata de un objetivo difícil como pocos; implica dejar de lado nuestro bienestar en el sentido en que se ha comprendido en los últimos tiempos, y es precisamente aquello lo que lo hace extraordinariamente virtuoso. Ello se expresa, entre otras cosas, en un rechazo al “amor libre”, que obstaculiza la consolidación de un vínculo trascendente que vaya más allá de las pasiones y los placeres mundanos; la revalorización del matrimonio —expandiéndolo a personas del mismo sexo— y la formación de una familia, no porque la Biblia diga que es correcto —argumento escasamente persuasivo en la época actual— sino porque comprometerse con alguien para enfrentar el mundo juntos para el resto de sus vidas tiene un valor en sí mismo; dejar de lado el mero placer y hedonismo en la esfera sexual, que cada interacción sea fruto de una conexión más profunda de sentido. Además, la reivindicación del matrimonio no procede meramente de una reflexión abstracta: innumerables trabajos e investigaciones sociales muestran que las relaciones de pareja estables consagradas institucionalmente exhiben mayores niveles de satisfacción y plenitud emocional19, mayor esperanza de vida, mejores expectativas de desarrollo para los hijos —con efectos de largo alcance en la desigualdad socioeconómica20—, y menores niveles de violencia doméstica21, entre otras cosas.
Y a través de esta convicción, no solamente estaremos reivindicando una conciencia sustantiva, distinta a la que hoy hegemoniza la mayoría de los espacios culturales; sino también podremos establecer de manera más consistente un obstáculo a la mercantilización de la vida social y el avance de la lógica transaccional en todos los aspectos de la experiencia humana. Pocos párrafos sintetizan mejor la idea que este de Sir Roger Scruton:
La moral tradicional, según la cual vender el cuerpo es incompatible con entregar el ser, tenía mucho de cierto. El deseo sexual no es una sensación que pueda ser encendida o apagada a voluntad: es un tributo del ser humano hacia otro semejante y —en su máxima expresión— una revelación incandescente de lo que se es. Tratarlo como una mercancía, que puede ser comprada y vendida como cualquier otra, significa dañar al yo del presente y al otro del futuro. La condena de la prostitución no es meramente puritanismo discriminatorio, sino el reconocimiento de una verdad profunda: la persona y su cuerpo son una sola cosa, y al vender el cuerpo se mancilla también el alma. Y aquello es cierto también para el caso de la pornografía; no es un homenaje a la belleza humana, sino el ejercicio de su degradación.22
Como nos ha enseñado Sandel, introducir un comportamiento o un valor en las lógicas del mercado lo corroe necesariamente.23 No vuelve a ser el mismo. Es la diferencia entre el amor conyugal, de pareja y amistad, que se extiende más allá del mero acto sexual; y la banalización del placer y las costumbres. Una señal de que nuestra generación puede darle la vuelta a estas tendencias es que las críticas más potentes a la ortodoxia progresista-libertaria han llegado desde el feminismo; no es necesario abdicar de la igualdad de género o de la lucha anticapitalista para restaurar límites de respeto anclado en la virtud, autodominio e institucionalización ordenada:
El matrimonio, por ejemplo, es comúnmente entendido como una institución patriarcal cuyo objetivo ha sido restringir la sexualidad femenina; sin embargo, es claro que el sexo premarital conlleva más riesgos para las mujeres que para los hombres, por lo que las normas sociales que instituyen al matrimonio como precondición para la actividad sexual benefician a las mujeres (y a los niños) tanto o más que a los propios hombres. Y no es en absoluto evidente que el esfuerzo reciente de erosionar semejante normatividad haya significado mayor bienestar para las mujeres. En la misma línea, los códigos sociales de “caballerosidad” pueden percibirse como paternalistas o condescendientes. Pero los hombres son todavía, estadísticamente hablando, más fuertes y más violentos que las mujeres. De tal suerte, un esfuerzo por terminar con los tabúes culturales que los inducen a restringir el ejercicio de su superioridad fisiológica puede no significar una transacción particularmente ventajosa para las mujeres.24
IV. Revalorizar la tradición como parte de un acervo común que nos constituye.
Esta es otra temática habitual del pensamiento conservador histórico, y no hace falta ahondar en el sentido preciso que ella adopta en sus distintas iteraciones. Al igual que otros argumentos tradicionales, contiene dentro de sí claves de inconmensurable valor para superar la crisis actual; pero para ello requieren también de su actualización. A esto se refieren Milbank y Pabst cuando hablan de ir “más allá del comunitarismo”: plantear una “política del alma” (politics of the soul), dentro de la cual cobra renovada importancia “el rol de una asociatividad nueva y libremente modelada, más allá de lo meramente ‘dado’”.25 Esto implica reconocer lo evidente y confrontar al tradicionalismo reaccionario, que observa en la doctrina un valor trascendental superior al de la experiencia cotidiana en un momento dado: la tradición tiene sentido en la medida en que ella nos resulta útil para hacer sentido del mundo actual. Perseverar en una doctrina cuyo ejercicio fáctico se halla impedido en sus condiciones estructurales de posibilidad es una vía directa hacia la clásica tragedia burkeana: un orden que colapsa por su incapacidad de procesar mecanismos de reforma y adaptación. Un conservadurismo centennial debe rechazar por igual ambas ilusiones: la del paleoconservadurismo reaccionario, que idealiza el pasado y cuyas patologías se expresan habitualmente en discursos o crímenes de odio; y la del progresismo deconstruccionista radical, que no observa valor alguno en los valores morales que nos han sido legados. En ambos casos, existe una tendencia incontenible hacia la agresividad nihilista y la idea de que estamos moralmente autorizados para expresarnos de cualquier forma; una dinámica similar a la del segundo punto en este decálogo. Vale la pena rescatar una cita del Papa Francisco en el decimotercer parágrafo de Fratelli Tutti:
Si una persona les hace una propuesta y les dice que ignoren la historia, que no recojan la experiencia de los mayores, que desprecien todo lo pasado y que sólo miren el futuro que ella les ofrece, ¿no es una forma fácil de atraparlos con su propuesta para que solamente hagan lo que ella les dice? Esa persona los necesita vacíos, desarraigados, desconfiados de todo, para que sólo confíen en sus promesas y se sometan a sus planes. Así funcionan las ideologías de distintos colores, que destruyen —o deconstruyen— todo lo que sea diferente y de ese modo pueden reinar sin oposiciones. Para esto necesitan jóvenes que desprecien la historia, que rechacen la riqueza espiritual y humana que se fue transmitiendo a lo largo de las generaciones, que ignoren todo lo que los ha precedido.26
Esa persona, como se encarga de deslizar Francisco en su agudo análisis de la sociedad contemporánea —mejor que el de muchos superventas—, no es otra cosa que una cristalización del libre mercado y su lógica corrosiva. Un hombre o mujer sin raíces ni brújula moral está mucho más propenso a ser absorbido por fanatismos inconducentes, en el peor de los casos; en el mejor, será un fiel participante de la sociedad de consumo, aunque su performance afirme lo contrario. Percibirse a sí mismo como depositario de una tradición implica un compromiso que suele estar orientado normativamente. Y con esa brújula, podremos escrudriñar de mejor forma las escalas de valor diferentes que persisten en la humanidad, manteniendo el escepticismo, la moderación y la responsabilidad cívica que sostienen la idea de respeto por los valores y conducta del prójimo.
V. Validar y respetar, con excepciones razonables, a las figuras de autoridad procedentes de las jerarquías naturales del orden social; es decir, aquellas asimetrías que nos enriquecen y posibilitan nuestro desarrollo integral como personas humanas.
No todas las relaciones de desigualdad son inherentemente opresivas, injustas o susceptibles de ser desmanteladas. Hay, en la existencia de una jerarquía natural, un valor intrínseco que dota de sentido a nuestra presencia en el mundo: la idea de que somos seres en constante aprendizaje implica reconocer que hay otros que nos pueden —y nos deben— guiar por caminos que conocen mejor que nosotros. Así lo explica Simone Weil en su imperecedera obra The Need for Roots:
La jerarquía es una necesidad vital del alma humana. Está constituida por una cierta veneración, por una cierta devoción hacia los superiores, considerados no en sus personas ni en el poder que ejercen, sino como símbolos. Símbolos de ese ámbito que está por encima de los hombres y cuya expresión en este mundo son las obligaciones de cada uno para con sus semejantes. Una verdadera jerarquía implica que los superiores tengan consciencia de esta función de símbolo y de que ésa constituye el único objeto legítimo de devoción por parte de sus subordinados. La verdadera jerarquía tiene la consecuencia de llevar a cada uno a instalarse moralmente en el lugar que ocupa.27
En este sentido, muchas de las tendencias culturales de la actualidad apuntan hacia el cuestionamiento unívoco de la autoridad (i.e. la inferioridad jerárquica de la cual emanan deberes); no solamente política o estatal, sino también familiar, religiosa o educativa. El estadio último de esta teleología se revela prístino: una vida social hiperracionalizada, donde la más mínima percepción subjetiva de asimetría resulta en un conflicto, obstaculizando cualquier proceso asociativo, cooperativo o de aprendizaje. No es difícil distinguir el marcado carácter individualista de esta lógica, bajo la cual un vínculo es solamente aceptable cuando sus condiciones se fijan bajo mutuo acuerdo “sin condicionamientos” y no se someten a ningún principio ulterior.
Un conservadurismo ajustado a las generaciones jóvenes debe defender, sin temor a equivocarse, el respeto y la devoción hacia padres y docentes —con límites razonables, por supuesto— en cuanto son ellos quienes, meramente por la extensión de su trayectoria de vida, tienen más cosas que enseñarnos. Weil también identifica dos puntos centrales que permiten marcar la diferencia con el tradicionalismo mal entendido. Primero, la devoción no es a la persona, sino al símbolo; si se respeta la autoridad del sacerdote, es también un deber moral cuestionarla o relativizarla cuando la persona que encarna aquel símbolo entra en abierta contradicción con los principios fundantes de este, o se excede respecto a las atribuciones correspondientes. A esto se refiere, por ejemplo, Kathya Araujo cuando habla de “jerarquías móviles”.28 Y segundo, la autoridad simbólica que define la jerarquía otorga a los superiores una responsabilidad moral igual o superior a la de los inferiores (véase punto II). Si obedecer y escuchar representa una obligación fundamental, también lo es orientar, enseñar y comprender virtuosamente. Aunque esta cosmovisión tiene una raíz innegablemente cristiana, también se encuentra presente en otras tradiciones espirituales, como el confucianismo; este punto es adecuadamente ilustrado por Sohrab Ahmari en un libro de muy reciente publicación.29
VI. Restaurar un ideal común y sustantivo de belleza, basado en la sobriedad y la armonía de las formas.
Quien haya observado o participado de las protestas sociales más recientes, probablemente tenga en su memoria las expresiones culturales, artísticas e intervenciones misceláneas que lo acompañaron. No es fácil olvidar las paredes pintadas y rayadas hasta el último centímetro; el café literario de Salvador derruido e intervenido a partes iguales por vándalos oportunistas y aspirantes a estetas; la sensación generalizada de anomia y disarmonía en las expresiones de todo tipo. Para muchos, estas imágenes fueron —y probablemente lo siguen siendo— un testimonio poderoso de la liberación humana y el arte como forma política; basta revisar los ensayos publicados al respecto en cualquier revista de ciencias sociales. Es una posición legítima, desde luego. Pero no por ello la izquierda, ni las generaciones jóvenes que supuestamente están predeterminadas hacia el deconstruccionismo, deben aceptar estos predicamentos hasta el extremo de insultar el sentido común.
La idea de que existen bienes trascendentales que son deseables en sí mismos —verdad, bien y belleza— se remonta al pensamiento griego clásico, pero su adopción por parte de la cultura cristiana permitió que se extendiese hasta la edad moderna. Solamente en décadas recientes la filosofía posestructuralista ha cuestionado el fundamento último de estos valores; el más atacado ha sido, desde luego, la belleza.30 La corriente de pensamiento actualmente hegemónica señala que la belleza es una cuestión enteramente subjetiva, y cualquier pretensión de universalidad se encuentra determinada por imposiciones culturales y relaciones de poder contingentes. Un nuevo conservadurismo, anclado en la presencia, necesita ser capaz de disputar aquella idea y defender el orden estético y cultural que se encuentra bajo ataque en nuestro tiempo. Un posible guía en este camino es Sir Roger Scruton, cuyas exposiciones sobre la belleza han sido motivo de controversia e intensa discusión durante los últimos años; una pincelada general de estos planteamientos está condensada en un documental de la BBC titulado Why Beauty Matters, disponible en internet. La idea central gira en torno a la noción de sacralidad inherente a toda experiencia humana; la capacidad de juzgar y orientar nuestro pensamiento de acuerdo a un orden universal, pero a la vez imposible de aprehender en su totalidad. Pueden existir, y existen, diferentes formas de aproximarse a la belleza; lo que no puede aceptarse es el cuestionamiento permanente hacia su existencia como valor trascendente y anclado en algo más allá que la subjetividad contingente. De ello depende que nuestra civilización, y la vida misma, no caigan en el sinsentido y la desolación.
El arte es la presencia real de nuestros ideales espirituales. Por eso importa. Si abandonamos la búsqueda consciente de la belleza, corremos el riesgo de terminar con un mundo lleno de placeres adictivos y desacralización rutinizada; un mundo en el que ni siquiera podemos percibir claramente qué es lo que hace a la vida humana digna de ser vivida. […] La belleza está desapareciendo de nuestro mundo porque vivimos como si no fuera importante, y vivimos así precisamente porque hemos perdido el hábito del sacrificio y lo evitamos a toda costa, permanentemente.31
VII. Cultivar el respeto y el autodominio, así como las normas sociales de etiqueta y restricción vinculadas a la actitud prudente. La posibilidad misma de construir una comunidad integrada descansa en el reconocimiento de virtudes éticas y en el ejercicio consciente de ellas. Esto implica una cuota de autodominio, desinstrumentalización de la actividad social y reconocimiento del prójimo.
Una ética de la virtud para el siglo XXI, aunque consciente de las características propias e inéditas del panorama social actual, no debe tener miedo a recuperar los clásicos. El más importante dentro de esta tradición es, por supuesto, Aristóteles, quien define la virtud ética como una
…disposición habitual de la decisión deliberada (héxis proairetiké), consistente en un término medio (mesótes) relativo a nosotros, determinado según razón, es decir, tal como lo haría el hombre prudente; más concretamente: un término medio entre dos extremos viciosos, el uno por exceso y el otro por defecto.32
La ética aristotélica parte de la base de que somos animales racionales, capaces de interactuar con el mundo con arreglo a una determinada idea del bien; de ello se desprende que podemos acceder a una forma virtuosa de actuar de acuerdo a la especificidad de la situación en la que nos encontremos. Esta virtud consiste en el término medio, que no es un promedio entre el defecto y el exceso sino una orientación consistente con el ejercicio de la virtud intelectual de la prudencia (phrónesis). Esta es la clave fundamental del pensamiento ético y político en la tradición aristotélica: la vida buena se alcanza mediante la sabiduría práctica, que no consiste en el arreglo de medios a fines sino en la capacidad de ser objeto de un juicio moral que de cuenta de “lo que en general es bueno para la vida humana”.33 Esta forma de pensar implica una serie de consecuencias respecto a las tendencias culturales del mundo contemporáneo.
Primero: en contraposición a ciertos malentendidos tradicionalistas, la vida buena y virtuosa no consiste en un criterio universal bajo el cual todos los individuos deben medirse. Cada realidad y actividad particular tienen su propia virtud y su propia forma de aproximarse a ella, sustentada además en las condiciones materiales de posibilidad que vuelven factible su ejercicio pleno. Segundo: contra algunas ideas progresistas, se plantea que la vida buena requiere una cuota importante de esfuerzo intelectual, reflexión ética y constricción de los deseos irreflexivos. No hay un bien y una verdad únicos en un sentido estrictamente positivista, pero sí una forma de aproximarse a ellos: mediante el uso de la prudencia, y con formas susceptibles de ser moralmente juzgadas. Tercero, y más importante: el reconocimiento de un cierto estatuto de virtudes éticas accesibles a quienes integran la comunidad política es una condición de posibilidad para la supervivencia y el adecuado desarrollo de aquella comunidad. Una de tales virtudes es, precisamente, la amistad, que hoy podríamos reconocer como la conciencia de responsabilidad respecto al destino del prójimo; la extensión de este sentimiento, amparado en la prudencia, es lo que permite en último término que la sociedad exista. Por supuesto, ni el capitalismo ni el progresismo cultural a ultranza acusan preocupación alguna por nada de esto: las razones están a la vista. Es momento de poner por delante la virtud del respeto, el buen trato y actuar bajo criterios diferentes a lo que nos hace sentir bien o nos proporciona placer.
VIII. No perseguir ni buscar ajustarse a ideales de perfección moral inalcanzables. Por el mismo hecho de ser todos hijos de nuestro contexto social, es difícil juzgar moralmente nuestras acciones del pasado bajo criterios actuales.
Para un pensador tan interesado por la historicidad de los procesos y el desarrollo coyuntural de la humanidad, el legado de Michel Foucault no parece haber aportado demasiado en revalorizar la necesidad de asentar nuestros patrones ético-morales en algo así como una historia común. Más allá de que sobre Foucault reinan las malas interpretaciones y atribuciones inexactas sobre su influencia, es evidente que algunos espacios operan hoy bajo la lógica de un foucaultianismo a la carta, donde las asimetrías de poder son múltiples, inconmensurables e irrevocables —su principal diferencia con el marxismo— pero, a la vez, carecen de toda interpretación contextual en sus juicios morales. Así, no parece haber problema en juzgar hoy, retroactivamente, a una persona por dichos, acciones o pensamientos cuyo significado era obviamente distinto en el momento de su emisión.
Aquella invasión del anacronismo en los juicios morales es parte de una tendencia más general, probablemente acelerada por la digitalización de la vida social, en la búsqueda de la consistencia y la rectitud absoluta. Esto, que no es en sí malo —véase Aristóteles— se convierte en una fuerza desarticuladora incontenible cuando se realizan haciendo abstracción del tiempo y espacio en el cual se han movilizado. Por razones propias de la naturaleza humana, resulta siempre también más sencillo observar las faltas ajenas que propias, acentuando una predisposición basada en la desconfianza hacia quienes me rodean. Una posible respuesta a este dilema es la ética colectiva de la prudencia: la búsqueda de un término medio entre el juicio despiadado por la consistencia moral —a uno mismo y los demás— y la despreocupación absoluta; similar a la valentía de Aristóteles, que se encuentra entre el defecto (temor) y el exceso (temeridad) del valor en cuestión. Aquel término medio debe incluir la constatación de nuestras faltas; propias, ajenas y colectivas, pero no desprender de ellas necesariamente un arbitrio punitivo que socave completamente las bases de una convivencia social armónica en un sentido más amplio. Es posible saber que se actúa mal o se opera de forma viciosa sin estar necesariamente condenado al destierro social. La phrónesis aristotélica, como virtud intelectual por excelencia, puede ayudarnos en este juicio.
IX. Asumir la existencia de límites saludables a nuestra soberanía individual y subjetividad, así como a nuestra capacidad de nominar el mundo que nos rodea.
Como sabía Lasch, el pilar esencial en todo conservadurismo es la centralidad que se otorga a la idea de límite; por supuesto, se trata de un concepto que —de acuerdo al tema que se esté conversando— puede ser enarbolado desde diferentes sectores políticos y tradiciones intelectuales. Se trata de rechazar la lógica, compartida por el capitalismo desbocado y el progresismo deconstruccionista, de la orientación al infinito.34 Así lo plantea Walter Benjamin:
Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren.35
En la época actual, cuando no existe apenas consenso tácito alguno que haya permanecido ajeno al cuestionamiento, una forma útil y virtuosa de ejercer la rebeldía conservadora es discutir acerca de los límites del progreso cultural. Esto es: hasta dónde podemos llegar en la revolución permanente de las costumbres sin que estas devengan ininteligibles, contradictorias o derechamente absurdas. Atreverse a contener las pasiones y la búsqueda incontestada del placer, incluso al precio de limitar nuestra soberanía individual. La distopía transhumanista —que se anuncia hoy en fenómenos aparentemente desconectados como la experimentación genética y el auge de corrientes activistas que declaman el derecho a la modificación biomédica ilimitada del propio cuerpo por la mera manifestación de la voluntad— es el epítome de una cultura bajo la cual cualquier herramienta puede ser legítimamente utilizada para desprender al ser humano de sus raíces y limitaciones naturales, saciando algunas de sus exigencias pero abriendo un sinnúmero de interrogantes, consecuencias sociales y dilemas éticos que cuesta dimensionar adecuadamente.36
X. Medir la responsabilidad moral de las acciones no porque haya un perjuicio subjetivo hacia el otro, sino en la correspondencia hacia valores comunes (hago algo porque es lo correcto, no porque dañe o no dañe). Priorizar la construcción de una nueva moral pública y buenas costumbres.
Una convocatoria como la expresada en este decálogo no puede sino finalizar haciendo referencia al problema clásico de la filosofía moral: qué es lo correcto, cómo debemos actuar, bajo cuáles premisas, etcétera. La respuesta de MacIntyre es decidora: “depende”.37 La respuesta y el significado de las cuestiones existenciales y morales “no sólo variará con la situación histórica, social y cultural de las personas para las cuales son problemas, sino también con la historia de la creencia o de la actitud de cada persona particular hasta el punto en que él o ella pueda considerar estos problemas como inevitables”.38 Por cierto, no se trata de un tradicionalismo escolástico absolutista; pero tampoco debe confundirse la “variación” con un relativismo cosmopolita de la voluntad. El planteamiento de MacIntyre debe entenderse como una ética de la virtud situada —fuertemente apoyada en la idea de polis aristotélica— que postula la imposibilidad de una reflexión sustantiva al margen de la pertenencia a una comunidad de sentido, o una tradición; algo definitivamente más amplio que la pura emotividad individual como principio rector de la moral cotidiana. Ya sabía Michael Walzer —también Milbank y Pabst, que vuelven insistentemente sobre este punto— que la ampliación e intensificación del “principio de daño” de John Stuart Mill —según el cual la única limitación a la voluntad individual se encuentra en el daño a otros— precedía necesariamente de una sociedad desarticulada y atomizada.39 Algunos autores, como John Gray, han vinculado directamente esta esencia liberal —acentuada y celebrada por cierto liberalismo de posguerra— con el auge de movimientos progresistas “hiperliberales”40 que sustentan su espíritu iconoclasta en una versión radicalizada del principio de daño, que incluye frecuentemente referencias a la “salud mental”, evadiendo cualquier responsabilidad moral más amplia en virtud de la protección de su bienestar individual.41
El adversario principal de esta diatriba, habráse visto, es la metaética contemporánea según la cual toda creencia sustantiva acerca de la verdad, el bien y la belleza son bailes de máscaras. Nuestras sociedades, y especialmente las élites que surgen con la apertura cosmopolita y la sobreeducación de las generaciones jóvenes, se han acostumbrado a hablar “los lenguajes de todas partes y de ninguna parte a la vez”.42 Pero no es una tendencia irreversible. MacIntyre, dentro de todo, advierte la posibilidad de una transformación.43
Semejante transformación, entendida desde la postura de cualquier tradición racional de investigación, requeriría que los que la adoptasen se capacitaran no sólo a reconocerse a sí mismos como encarcelados por este conjunto de creencias al que faltan justificaciones precisamente según la misma manera y el mismo grado que las mismas posturas que rechazan, sino también que se entendieran a sí mismos como privados hasta el momento justamente de lo que la tradición proporciona, como personas en parte constituidas por lo que hasta ahora es una ausencia, por lo que —desde el punto de vista de las tradiciones— es un empobrecimiento […] sólo [será posible semejante transformación] por medio de un cambio que equivale a una conversión, puesto que una condición para que este tipo alienado de yo encuentre siquiera un lenguaje-en-uso que le permita entrar en diálogo con alguna tradición de investigación, es que llegue a ser otra cosa de lo que ahora es, un yo capaz de reconocer por el modo en que se expresa a sí mismo en el lenguaje, criterios de investigación racional como algo más que una expresión de la voluntad y de la preferencia.
Bajo esta perspectiva, “los individuos pueden alcanzar su propio bien individual solamente en y a través de la consecución de aquellos bienes comunes que comparten con otros”.44 La inteligencia práctica, la phrónesis de Aristóteles, implica reconocer las particularidades de cada caso e inscribirlas en una moral colectiva y una forma de desenvolverse en el mundo: la vida buena. La construcción de una moral pública comienza en el ejercicio individual, pero se ajusta respecto a la observación prudente de la pluralidad fáctica del mundo exterior, que es distinto en cada caso. Los progresistas, conscientes de su tradición, harán gala de esta virtud intelectual para entrar en un diálogo sustantivo con los conservadores, desechando la tan moderna ambición totalizante y guiando sus acciones cotidianas de acuerdo a una ética y unas costumbres que se orienten hacia fines sustantivos. Socialistas y libertarios podrán hacer lo propio; jóvenes y viejos; personas de origen urbano y rural; extranjeros y nativos. La tarea de un conservadurismo centennial —a falta, nuevamente, de una denominación más ajustada y con menos ribetes de frivolidad— es la de comenzar a construir las bases para una nueva búsqueda de la moral pública, que reintegre a nuestras sociedades y comunidades, que haga florecer las relaciones sustantivas entre las personas y sea capaz de poner límites a la deriva atomista del progreso.
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